Título: Del sentimiento trágico de la vida Autor: Miguel de Unamuno
Páginas: 336 pág.
Editorial: Espasa
Precio: 8,95 euros
Año de edición: 2011
Con excepciones, España no es tierra de grandes pensadores. No ha dado un Platón, un Kant o un Nietzsche. Sin embargo, algunos celtíberos han practicado brillantemente la funesta manía de pensar. Baste con recordar a personalidades eminentes como Ortega y Gasset, Zubiri o Manuel Sacristán. De entre los pensadores españoles destaca por derecho propio don Miguel de Unamuno. El vasco no fue un filósofo sistemático. Ante todo, fue un gran escritor. Pero, como recordaba Julián Marías, toda su obra es profundamente filosófica. Unamuno siempre se interrogó sobre el sentido último de la existencia y el destino de lo que él llamaba el hombre de carne y hueso: el hombre real, el «verdadero hermano», no el de las especulaciones abstractas.
En compañía de este hombre «que vive y sobre todo muere» comienza Unamuno el principal de sus ensayos filosóficos, «Del sentimiento trágico de la vida» (1912). El sentimiento trágico puede resumirse así: cualquier hombre se sabe perecedero, es consciente de ello. El destino inevitable del hombre es la muerte. Pero resulta difícil asumir el regreso a la nada. Los hombres, según Unamuno, quieren seguir existiendo, tienen hambre de inmortalidad. Aunque la inmortalidad individual considerada racionalmente sea una quimera, siempre queda el asidero de la fe.
De esta tensión entre la razón, que no nos dice nada, y la fe, que nos lo dice todo, nace el sentimiento trágico de la vida. La incertidumbre existencial acerca del fin último de cada hombre es la base de la antropología unamuniana. Si el hombre es mortal, hagamos que esto sea una injusticia. O un absurdo, como se afirmará más tarde. Miguel de Unamuno fue un existencialista décadas antes de que se inventara el existencialismo. Un precursor.
Unamuno busca una solución al problema de la inmortalidad. El problema es que no lo encuentra. El panteísmo de Spinoza, que identifica la naturaleza con la divinidad, no es más que «ateísmo disfrazado». El eterno retorno preconizado por Nietzsche le parece una broma. Las pruebas de la existencia de Dios de Santo Tomás no prueban nada, porque son una versión teológica, y por lo tanto dogmática, de Aristóteles, cuyo Dios desconocía olímpicamente al hombre. El catolicismo ortodoxo es cerril. El Dios abstracto de los filósofos es una especulación racionalista y no una certeza a la que pueda agarrarse el hombre.
La razón estricta es enemiga de la vida, de la inmortalidad, afirma Unamuno, porque es naturalmente monista y no se preocupa de esta cuestión. El alma no es otra cosa que una serie de estados de conciencia coordinados entre sí que se disipan con la muerte. De hecho, ateos como Pietro Pomponazzi o David Hume dejaron asentada la cuestión: la conciencia es perecedera, sin posible trascendencia. Es tarea vana pretender demostrar racionalmente la inmortalidad del alma. En cambio, es posible probar racionalmente su mortalidad. Antes de nacer, nada; después de morir, nada. Esto es lo racional, admite Unamuno. Pero los hombres, añade, no son únicamente máquinas de pensar.
Para el sabio bilbaíno, solo un Dios personal, capaz de preocuparse y juzgar moralmente a los hombres, puede garantizar la inmortalidad. En este sentido, era cristiano a su manera. Pero su cristianismo navegaba sobre un mar lleno de escollos, de dudas. Para Aranguren, Unamuno era un protestante. Otros autores afirman que en realidad don Miguel, pese a toda su retórica religiosa, era un agnóstico o directamente un ateo. O quizá mejor un fideísta, alguien que cree en Dios asumiendo que es imposible demostrar racionalmente su existencia. Sea como sea, los inquisidores eclesiásticos se apresuraron a colocar «Del sentimiento trágico de la vida» en el Índice de libros prohibidos.
No hay pruebas objetivas de este Dios personal. Más bien, de lo contrario. La razón nos aparta de Dios; la pasión, lo crea y acerca. La inmortalidad apetecida por Unamuno no es el nirvana sino una continuación de esta vida. La vida sobrenatural ha de ser personal y consciente.
Atrapados los hombres entre el racionalismo y el deseo de inmortalidad, la salida propuesta por Unamuno consiste en querer creer mediante la fe. Quien cree, crea y Dios se afirma en él. Dios e inmortalidad son una pasión creadora, rebosante de vitalismo irracional o contrarracional. Y es que racionalmente, admite Unamuno, no hay ni tan siquiera problema. De la desesperación que nace del conflicto entre fe y razón surge la duda salvadora, la incertidumbre que nos permite vivir. Unamuno se queja de que el hombre moderno no entiende el sentimiento trágico de la vida. Es práctico, laico, no gusta de misticismos. No comparte el humanismo unamuniano de que la vida humana debería ser el fin del universo.
Unamuno fue un hombre singular. Teólogo sin dogmas. Filósofo sin sistema. Hombre de fe sin iglesia y condenado por heterodoxo. Un racionalista que admitía la ausencia de pruebas sobre la inmortalidad, pero que no se resignaba, rebelándose quijotescamente contra lo inevitable. Un hombre contradictorio y genial.
«Del sentimiento trágico de la vida» es un clásico de la historia del pensamiento. Traducido a muchos idiomas y constantemente reeditado, sigue diciéndole algo al lector, que acaba por contagiarse de los arrebatos unamunianos. Quizá porque los dilemas que plantea son universales y de todos los tiempos.
Los conocimientos de Unamuno eran inmensos. En su tratado se citan extensamente a autores como Kant, Nietzsche, Spinoza, Schopenhauer, San Agustín, San Pablo, Stuart Mill, Eduard von Hartmann, Wilhelm Windelband, Erwin Rohde, Adolf von Harnack, Richard Avenarius, Kierkegaard (su predilecto), Croce, Wells, Francesco de Sanctis, Leopardi, Flaubert, Lucrecio, Lutero, Pascal, poetas ingleses, teólogos alemanes y místicos españoles. Probablemente, ningún intelectual español de su tiempo sabía tanto como don Miguel.
En definitiva: un libro imprescindible. En sus páginas, como escribiera Antonio Machado, los razonamientos del pensador adquieren la fuerza y la magia plástica de las imágenes del poeta.
Miguel de Unamuno y Jugo (1864-1936) nació en Bilbao. El vasco Unamuno siempre rechazó el separatismo de Sabino Arana y compañía. Su españolismo crítico y ferviente era el de la generación del 98. Sus ideas políticas eran liberales (y de joven, socialistas). Desde 1891, fue catedrático de griego en la Universidad de Salamanca, de la que sería rector. Escritor de obra inmensa, casi inabarcable: poesías, ensayos, novelas, cuentos, obras de teatro, artículos. Se calcula que a lo largo de su vida don Miguel escribió unas 100.000 cartas.
Hombre de aspecto venerable, de cabello y barba como la nieve, alto, fuerte y apasionado, Unamuno fue el intelectual español por excelencia del primer tercio del siglo XX. Sufrió el exilio durante la dictadura de Primo de Rivera. Republicano en 1931. En 1936, desencantado, aceptó el golpe militar. El 12 de octubre de 1936 plantó cara a los sublevados con la inmortal advertencia de «Venceréis pero no convenceréis». Unamuno murió el 31 de diciembre de 1936, desesperado por la guerra civil que desgarraba su país.
Publicado por Alberto.
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