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domingo, 17 de julio de 2022

El campesino Maréi - Fiódor Dostoyevski

 

Fiódor Dostoyevski

El campesino Maréi

Era el segundo día de Pascua. El aire era cálido, el cielo azul, el sol estaba alto pero mi alma triste. Vagaba por detrás de los pabellones, mirando y enumerando las celdas; contaba los palos de la empalizada del fuerte de la prisión y, aunque en realidad no me apetecía hacerlo, los contaba siguiendo la costumbre. Otro día de «fiesta» corría en la prisión; a los presos no se los llevaban a trabajar y había multitud de borrachos. Se oían surgir debates y riñas desde todos los rincones. También una que otra canción vulgar y desagradable y uno que otro preso medio muerto por alguna reyerta, tapado con zamarras hasta que despertara y recobrara el sentido. En más de una ocasión, los cuchillos habían salido a la luz, y todo ello, en dos días de fiesta, que me habían martirizado hasta enfermar. Nunca pude soportar las orgías ni las borracheras populares, y en ese lugar me desagradaban aún más. Ni siquiera los jefes aparecían esos días por la prisión, ni siquiera inspeccionaban, como si comprendieran que, una vez al año, también a esos renegados había que dejarlos expandirse, y que de no hacerlo sería peor.

Pero un día, por fin, la cólera prendió en mi corazón. Me encontré con el polaco Matski, un preso político. Me miró con tristeza, con los ojos brillantes y los labios temblorosos. «¡Odio a esos bribones!», dijo a media voz, rechinando los dientes y pasando de largo. Regresé al pabellón, sin reparar en que un cuarto de hora antes había salido corriendo de allí enloquecido, cuando seis hombretones apaciguaron a un borracho llamado Gazin. La mejor forma que encontraron fue darle una paliza. Le pegaron absurdamente. Con semejante golpiza se podría matar a un camello. Sabían que si lo dejaban reaccionar sería difícil matarlo, por eso le pegaron sin reparo.

Al regresar, me percaté de que al fondo del pabellón yacía Gazin casi sin dar apenas señales de vida. Estaba tapado con su zamarra y todos pasaban a su alrededor en silencio, firmemente convencidos de que se despertaría a la mañana siguiente. Llegué hasta mi sitio, que estaba frente a una ventana con rejas de hierro y me tumbé boca arriba. Crucé las manos debajo de la cabeza y cerré los ojos. Me gustaba estar echado de ese modo. Nadie se mete con el que está dormido, y, mientras tanto, se puede fantasear y pensar en la libertad. Pero en aquel momento no pude conciliar ninguna fantasía. El corazón me palpitaba inquieto, y en mis oídos sonaban las palabras de Matski: «Odio a estos bandidos». Pero qué sentido tiene describir las impresiones, si hasta hoy día todavía sueño con aquellos instantes, y no hay sueño que me torture más. Probablemente se hayan dado cuenta de que, hasta el día de hoy, rara vez he escrito algo sobre mi vida durante la condena. Porque «Las anotaciones de la casa de los muertos», mi novela, la escribí hace ya quince años, donde me inventé al personaje, un delincuente que mataba a su mujer. A propósito, y para más detalle, diré que, desde entonces y hasta hoy día, todavía hay mucha gente que piensa, y afirma, que fui condenado por asesinar a mi mujer.

Poco a poco me fui amodorrando y me sumí en recuerdos. Durante los cuatro años de condena recordaba constantemente todo mi pasado, y parece que a través de los recuerdos revivía nuevamente toda mi vida anterior. Esos recuerdos venían solos, raramente los evocaba yo a mi voluntad. Comenzaban por algún punto, un rasgo, a veces algo impreciso, que poco a poco crecía hasta convertirse en todo un cuadro, en alguna impresión trazada con vagos recuerdos. Yo analizaba esas impresiones y les aportaba nuevos rasgos a las antiguas vivencias. Pero lo más importante era que corregía lo vivido, lo corregía constantemente. Esa era toda mi distracción.

Esta vez, por algún motivo, me vino a la memoria un instante insignificante de mi infancia, cuando tan solo tenía diez años. Creí que aquel instante había quedado para mí completamente olvidado. Recordé el mes de agosto en nuestra aldea: un día claro y seco, aunque algo fresco y con viento. El verano se estaba acabando, y pronto habría que emprender el viaje a Moscú para aburrirse durante todo el invierno con las clases de francés. Me entristecía tanto dejar la aldea…

Fui andando hasta dejar atrás el granero, bajé al barranco y subí a Losk: así llamábamos al espeso matorral situado al otro lado del barranco que llegaba hasta el mismo bosque. Me metí en la profundidad del matorral y oí que muy cerca, a unos treinta pasos, en la pradera, un campesino estaba arando el campo en solitario. Como tenía que arar una abrupta cuesta, su azadón andaba con dificultad, y a mis oídos llegaba su voz: «¡Vamos, vamos!».

De pronto, en medio del profundo silencio, pude oír con claridad: «¡Que viene el lobo!». Del susto, lancé un grito y salí corriendo a la pradera directamente hacia el muzhik que estaba arando.

Conocía a casi todos nuestros muzhik campesinos, pero no reconocí al que estaba arando, aunque me da igual, pues estaba completamente sumido en mis propios asuntos. Era nuestro muzhik Maréi. No sé si existirá un nombre así, pero todos le llamaban Maréi. Era un muzhik de unos cincuenta años, robusto, muy alto y con una tupida barba de color rubio oscuro bastante encanecida. Aunque le conocía, hasta entonces casi nunca había hablado con él. Al oír mi grito, detuvo la yegua. Para no caerme del impulso de la carrera, me agarré con una mano a su arado y con la otra a su manga. Entonces me miró y se percató de mi susto.

—¡Ahí viene el lobo! —grité, ahogándome.

Él levantó la cabeza y, sin querer, miró alrededor, casi creyéndome por un instante.

—¿Dónde está el lobo?

—Alguien gritó «que viene el lobo»… —susurré yo.

—¿Qué dices, qué lobo?; te habrá parecido. ¿Lo ves?, ¿cómo iba a haber aquí un lobo? —susurraba dándome ánimos. Temblando con todo el cuerpo, me agarré con más fuerzas aún a su anguarina; debía de estar muy pálido. Él me miraba con una sonrisa preocupada, al parecer alarmado e inquieto por mí.

—¡Vaya, mira que asustarte por algo así, muchacho! —dijo, moviendo la cabeza—. ¡Ya está, hijo! ¡Ea, ya está bien, pequeño!

Extendió su mano y acarició mi mejilla.

—Bueno, ya está, no temas, Cristo está contigo —pero yo no me santigüé. Las comisuras de mis labios temblaban, y, al parecer, eso le sorprendía especialmente. Extendió despacio hacia mí su dedo gordo con la uña negra manchada de tierra y rozó suavemente mis temblorosos labios.

—¿Lo ves? —dijo, sonriéndome con una prolongada sonrisa maternal—, ¡señor, qué es eso, ay, ay!

Finalmente comprendí que no había ningún lobo y que el grito: «que viene el lobo» fue algo que me había imaginado. Por lo demás, el grito fue muy claro y preciso, pero gritos así (y no tratándose solo de lobos) ya los había llegado yo a oír una o dos veces más; ya los conocía. (Después, al pasar la infancia, esas alucinaciones desaparecieron).

—Bueno, me voy —dije con mirada tímida e interrogante.

— Vamos, Cristo está contigo. Vamos, ve —me santiguó con su mano y después se santiguó él.

Eché a andar, volviéndome hacia atrás casi cada diez pasos. Mientras iba andando, Maréi permanecía inmóvil junto a su yegua y junto a su cultivo, mirando cómo me alejaba y moviendo la cabeza cada vez que yo volvía la vista atrás. A decir verdad, me daba algo de vergüenza haberme asustado tanto delante de él, pero, hasta que remonté el barranco y llegué al primer cobertizo, todavía sentía bastante miedo al lobo. Aunque aquí el miedo desapareció por completo, y de pronto, saliendo no sé de dónde, se me echó encima nuestro perro de corral, Volchok. Junto a Volchok me sentí más seguro y por última vez volví a mirar a Maréi. Ya no veía su cara con claridad, pero sentía que él continuaba del mismo modo sonriéndome afectuosamente y moviendo la cabeza. Yo agité la mano, y él, tras corresponderme con otra señal, arreó a su yegua.

—¡Vamos, vamos! —se oyó nuevamente su voz, y la yegua tiró otra vez de su arado.

No sé por qué, me vino todo esto de golpe a la memoria con claridad y detalle extraordinarios. De pronto, me despabilé y me incorporé sentado en el petate. Me acuerdo de que todavía sentía en mi rostro la tímida sonrisa del recuerdo. Permanecí recordando un minuto más.

Al dejar a Maréi, de regreso a casa, no le conté a nadie mi «aventura». Además, ¿qué aventura era esa? Incluso, no tardé mucho en olvidar a Maréi. Después, cuando alguna vez me lo he vuelto a encontrar, nunca más volví a hablar con él, y ya no solo acerca del lobo, sino de nada. De repente, ahora, pasados veinte años y en Siberia, recordé todo aquel encuentro con total claridad y hasta el último detalle. Será que, por sí mismo e involuntariamente, se alojó de manera imperceptible en mi alma para reaparecer súbitamente cuando tenía que ser. Recordé aquella sonrisa dulce y maternal del pobre siervo muzhik, su cruz y su movimiento de cabeza: «¡Vaya, se ha asustado el pequeño!». Recordé especialmente su dedo gordo manchado de tierra, con el que despacio, y con tímida delicadeza, rozó mis temblorosos labios. Claro que cualquiera puede animar a un niño, pero lo que surgió durante aquel encuentro solitario fue algo completamente distinto y, si yo fuera su propio hijo, él no habría podido mirarme irradiando un amor más claro, y ¿quién lo obligaba? Él era nuestro siervo y yo, a pesar de todo, su pequeño amo. Nadie sabría cómo me acarició y nadie lo recompensaría por ello. ¿Acaso quería tanto a los niños? Hay gente así. El encuentro tuvo lugar a solas en el campo, y puede que solo Dios haya visto desde arriba.

¡Con qué profundo e iluminado sentimiento humano y con qué delicadeza y ternura, casi femeninas, puede estar henchido el corazón de un rudo! Maréi era terriblemente ignorante y era el típico siervo muzhik ruso, que no esperaba su libertad y ni siquiera se la imaginaba entonces. Cuando me incorporé del petate y miré alrededor, recuerdo haber sentido de repente que era capaz de mirar a esos infelices con otros ojos, y que de pronto, como si fuera un milagro, todo el odio y la maldad desaparecían por completo de mi corazón.

Fui andando y mirando las caras de la gente con la que me cruzaba. Porque ese afeitado y bribón muzhik, embriagado y con estigmas en el rostro, que gritaba su borracha con una ronca canción, también podría ser Maréi... Aquella tarde me encontré nuevamente con Matski.

¡Infeliz! Él no podía tener recuerdo alguno de ningún Maréi y ningún otro punto de vista sobre esa gente, a excepción de su ya conocido «¡Odio a esos bribones!». Verdaderamente, ¡esos polacos han sufrido más que nosotros!

Fiódor Dostoyevski

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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