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sábado, 23 de abril de 2022

Discurso de Cristina Peri Rossi en la entrega del Premio Cervantes

 

Nací en Montevideo, Uruguay, en el año 1941, es decir, cuando desgraciadamente Europa estaba en plena Guerra Mundial. A la izquierda de mi casa vivía un viejo zapatero remendón, judío polaco, milagrosamente escapado de la masacre, y a la derecha, un adusto músico alemán con un parche negro en un ojo. Cuando le pregunté a mi madre (maestra de escuela obligatoria, laica, gratuita y mixta) por qué el judío y el alemán no se saludaban, me respondió: «En Europa se habrían matado». Mi padre, nacido en el campo, que había emigrado a la capital, seducido por lo que el tango llama «las luces del centro», me dijo algo muy sencillo: «Europa no existe. ¿Has visto en el mapa algún lugar que se llame Europa?». No había. Cuando pregunté por qué la llamaban «Segunda Guerra Mundial», me explicaron que apenas veinte años antes había sucedido la primera.

También en el barrio fui conociendo a muchos exiliados españoles, porque además de una guerra cuyos motivos yo no conocía, en España había una terrible dictadura que había matado a miles y miles de personas y hecho huir a otras miles. El mundo parecía un lugar muy peligroso fuera de Montevideo. Pero la biblioteca de mi tío, funcionario público, culto, gran lector y ferozmente misógino, me permitió conocer que siempre había sido así, desde los orígenes, desde los tiempos bíblicos o de los griegos y troyanos. Los motivos de las guerras parecían siempre los mismos: el ansia de poder y la ambición económica. Algo típicamente masculino.

Tres libros leídos muy tempranamente me conmocionaron: «El diario de Ana Frank», «La madre» de Máximo Gorki, y «Don Quijote de la Mancha»; este último, diccionario en mano. Fue el más difícil de leer y el que me provocó sentimientos más contradictorios. No había leído nunca un libro donde el autor declarara que su protagonista estaba loco, pero a la vez, me emocionaba que su propósito fuera «desfazer» entuertos y establecer la justicia, cosa que me parecía harto razonable dado el estado del mundo, y de mi propio barrio, donde muchas vecinas venían a contarle a mi abuela, una viuda que había criado a siete hermanos huérfanos y a tres hijos también huérfanos, que sus maridos borrachos las golpeaban, o se jugaban el escaso dinero a los caballos, o se iban de putas y maltrataban a sus hijos. Cómo deseaba yo que apareciera entonces Don Quijote, con su flaco Rocinante, a salvarlas de los golpes y el maltrato. Por otro lado, mi abuela me hacía recordar al Ama, porque pensaba que leer mucho llevaba a perder el seso y a cometer locuras, aunque yo no creía que los esposos de esas mujeres maltratadas leyeran mucho y esa fuera la causa de su violencia.

Yo misma me irritaba cuando Don Quijote confundía molinos con gigantes, y llegué a pensar que Cervantes en realidad ridiculizaba a su personaje para probarnos que la empresa de cambiar el mundo y establecer la justicia era un delirio. Hasta que en los capítulos XII, XIII y XIV del libro me encontré con el relato y el discurso de Marcela. Marcela es codiciada y asediada por los hombres por su belleza y por su riqueza. La acusan de ser la culpable del suicidio de Grisóstomo, al que se negó, y en un sorprendente discurso rechaza a los hombres, al matrimonio y a las relaciones de poder entre los sexos: reclama su libertad, y para eso se aísla de la sociedad y se refugia en el campo, como una pastora más. «Yo nací libre y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos», dice. Como Helena, en la «Ilíada» maldice el día en que nació, o como en Eurípides, Helena se rebela contra la sociedad que considera la belleza como único atributo de la mujer.

De este modo Cervantes desacraliza la belleza como atributo femenino, y convierte a Marcela en una heroína trágica: para conservar su libertad frente a los hombres que quieren poseerla, dominarla, renuncia a la vida social, aislándose del mundo, huyendo de los hombres. Por supuesto, esta heroína, posteriormente, sería calificada de histérica, frígida y neurótica al no asumir el rol que le asignaba la sociedad patriarcal. La comprensión que manifiesta Don Quijote hacia un personaje femenino real me hizo pensar que la locura puede ser un pretexto de exclusión de aquellos que esgrimen verdades incómodas, lección que evidentemente aprendí, pagando un precio muy elevado, hasta el día de hoy, pero si volviera a nacer, haría lo mismo.

Mi tío que era buen lector cervantino no me habló nunca de este pasaje, del mismo modo que me advirtió de que las mujeres no escribían, y que cuando escribían, se suicidaban, como Safo, Virginia Woolf, Alfonsina Storni y otras.

Yo también tuve claro, como Marcela, que en una sociedad patriarcal ser mujer e independiente era raro y sospechoso. Cuando el jurado (al que agradezco el honor de este premio) enumera los motivos por los cuales me lo ha concedido, habla de una firme y completa vocación literaria, pero también reconoce una lucha por los valores humanos tantas veces vulnerados por el poder político o cívico militar. Tuve que exiliarme de la dictadura uruguaya porque, como Casandra, había advertido y denunciado su llegada, y como castigo, mis libros, y hasta la mención de mi nombre fueron prohibidos; salvé la vida milagrosamente y vine a parar a España, donde otra feroz dictadura oprimía la libertad. Convertí la resistencia en literatura, como hicieron tantos exiliados españoles, y en lugar de renunciar a la sociedad, como Marcela, desde mis libros, desde mi vida he intentado como doña Quijota «desfazer» entuertos y luchar por la libertad y la justicia, aunque no de manera panfletaria o realista, sino alegórica e imaginativa. No necesitamos duplicar la realidad, sino ironizar o interpretarla, como hiciera Jonathan Swift, por ejemplo. La literatura es compromiso, ya lo dijo Jean Paul Sartre, y compromiso es todo, desde un artículo contra Putin o un homenaje a las mujeres violadas y martizadas en Juárez, hasta los relatos de Cortázar. ¿No es compromiso satirizar, por ejemplo, los excesos de la técnica, el morbo de los platós de televisión o los ritos festivos de los fanáticos del fútbol? Tan compromiso como escribir un poema lírico que exalta el deseo entre dos mujeres o entre un hombre y una mujer. La imaginación también es compromiso cuando no anticipación. Yo no he sido cronista de la realidad, me he sentido muchas veces como Casandra, en la Eneida, vaticinando un futuro y unos peligros que pocos veían. Pero no concibo una literatura solemne. La vida puede ser una tragedia, un drama, pero se puede ironizar y satirizar sus hábitos y costumbres, como hizo Pessoa con su poema «Todas las cartas de amor sin ridículas». Sí, y además, son dulces o crueles o amorosas o denigrantes.

El siglo XX empezó casi con una guerra mundial y terminó con otra local, la de los Balcanes, e hizo escribir a Paul Valéry una definición clarividente: «La guerra es una masacre de personas que no se conocen en beneficio de personas que se conocen, pero no se masacran».

A veces me ensombrece el ánimo el miedo a que la maldad y la violencia sean en realidad una constante de la existencia humana, y la lucha entre el Bien y El Mal se eternice, o sea ridiculizada, como ocurre en el mismo libro de Cervantes. Pero cuando escucho el aria de Sansón y Dalila, «Mon coeur s'ouvre à ta voix», cantada por Jessye Norman, o «Je suis malade» por Lara Fabián, o «Algo contigo» por Susana Rinaldi, recupero una parte de la fe en el bien.

Mientras algunos se dedican fanáticamente a hacerse ricos y a dominar las fuentes del poder, otros, nos dedicamos a expresar las emociones y fantasías, los sueños y los deseos de los seres humanos.

Escribí en un poema: «Los antiguos faraones / ordenaron a los escribas: / consignar el presente / vaticinar el futuro». Creo que ese sigue siendo el compromiso del escritor, sin ninguna solemnidad, y con sueldo escaso. Y con humor, como cuando escribí este breve poema: «Podría escribir los versos más tristes esta noche, / si los versos solucionaran la cosa».

El sentido del humor es el sexto sentido de la literatura.

Podría escribir los versos más agradecidos esta noche, y cumpliría con mi obligación de escriba, aunque los versos no salvarían a los que mueren por las bombas y los misiles en la culta Europa.

Leyendo libros, ya sean de Luis Cernuda o de César Vallejo, confirmé lo que me decía mi madre: a medida que más sabemos menos sabemos, por eso la virtud cardinal es la humildad. Confirmé, también, que la literatura responde a la enseñanza evangélica: «Hablo en parábolas para que los que quieran entender entiendan». Yo también escribo en parábolas.

Como escribí en un poema:

Las palabras son espectros piedras abracadabras
que saltan los sellos de la memoria antigua.
Y los poetas celebran la fiesta del lenguaje
bajo el peso de la invocación… Los poetas inflaman las hogueras
que iluminan los rostros eternos de los viejos ídolos.
Cuando los sellos saltan el hombre descubre
la huella de sus antepasados.
El futuro es la sombra del pasado en los rojos rescoldos de un fuego venido de lejos,
no se sabe de dónde.

Cristina Peri Rossi (Montevideo,1941) es una escritora, traductora y activista política uruguaya, exiliada en España desde 1972 y residente en Barcelona, donde ha desarrollado la mayor parte de su carrera literaria. Hija de inmigrantes italianos, su padre era obrero textil y su madre maestra; no podía comprar libros, pero se aficionó desde pequeña a leer libros de las bibliotecas públicas. Estudió en el Instituto para Profesores Artigas, en el que luego sería profesora.

A los 22 años publicó su primer volumen de cuentos y a los 26, un segundo libro de relatos y su primera novela. Ha publicado multitud de cuentos y poemas, siete novelas y cinco ensayos. Ha sido traducida a más de veinte idiomas, ha recibido una veintena de premios, incluyendo el Premio Cervantes, y es la única escritora del boom latinoamericano.

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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