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sábado, 4 de septiembre de 2021

La garganta de acero - Mijaíl Bulgákov

Mijaíl Bulgákov


La garganta de acero

Así pues, me quedé solo. Me rodeaban las tinieblas del mes de noviembre mezcladas con torbellinos de nieve que había cubierto la casa; la chimenea aullaba. Yo había pasado los veinticuatro años de mi vida en una gran ciudad y pensaba que las tormentas aúllan solamente en las novelas. Pero resultó que también en la realidad aúllan las tormentas. Aquí las veladas son extraordinariamente largas; la lámpara, bajo su pantalla verde, se reflejaba en la ventana negra y yo soñaba despierto, mientras miraba la mancha que brillaba a mi izquierda. Soñaba con la ciudad del distrito, que se encontraba a cuarenta verstas de distancia. Tenía grandes deseos de escaparme de mi hospital para ir allá. Allí había electricidad, cuatro médicos a quienes podía consultar, y en todo caso no era tan terrible. Pero no había posibilidad alguna de escapar y, por momentos, yo mismo comprendía que aquello no era más que cobardía. Después de todo, justamente para eso había estudiado en la facultad de medicina…

«… ¿Y si trajeran a una mujer con complicaciones de parto? ¿O, supongamos, a un enfermo con hernia estrangulada? ¿Qué haría yo en ese caso? Aconséjenme, por favor. Hace cuarenta y ocho días que terminé la facultad con sobresaliente, pero el sobresaliente es una cosa y la hernia otra. En una ocasión vi cómo un profesor realizaba una operación de hernia estrangulada. Él operaba y yo estaba sentado en el anfiteatro. Eso fue todo…».

Cada vez que pensaba en la hernia, un escalofrío me recorría la columna vertebral. Cada noche, después de tomar el té, me sentaba en una misma postura: bajo mi brazo izquierdo, estaban todos los manuales de cirugía obstétrica, y encima de ellos, el pequeño Doderlein. A la derecha, unos diez tomos diversos de cirugía práctica, ilustrados. Yo me lamentaba, fumaba, tomaba un té negro y frío…

Me quedé dormido; recuerdo perfectamente esa noche, la del 29 de noviembre. Me despertó un estruendo en la puerta. Cinco minutos más tarde, mientras me ponía los pantalones, no lograba apartar mis ojos implorantes de los divinos libros de cirugía práctica. Oí el crujir de los patines de un trineo en el patio: mis oídos se habían vuelto extremadamente sensibles. Resultó, quizá, algo peor aún que una hernia o que la posición transversal de un bebé: al hospital de Nikólskoie, a las once de la noche, trajeron a una niña. La enfermera dijo con voz sorda:

―Es una niña débil, se está muriendo… Doctor, venga al hospital…

Recuerdo que atravesé el patio y me dirigí hacia la lámpara de petróleo que estaba junto a la entrada del hospital y, como hechizado, no conseguía apartar la vista de la luz parpadeante. La recepción ya estaba iluminada y toda la plantilla de ayudantes me esperaba con las batas puestas. Eran: el enfermero Demián Lukich, un hombre todavía joven pero muy eficiente, y dos experimentadas comadronas, Ana Nikoláievna y Pelagueia Ivánovna. Yo no era más que un médico de veinticuatro años que se había graduado dos meses atrás y que había sido designado para dirigir el hospital de Nikólskoie.

El enfermero abrió solemnemente la puerta y apareció la madre. Entró apresuradamente, patinando sobre sus botas de fieltro; la nieve aún no se había derretido en su pañuelo. Llevaba en sus brazos un envoltorio que acompasadamente emitía silbidos y respiraba produciendo un sonido sordo. El rostro de la madre, que lloraba en silencio, estaba demudado. Cuando la mujer se quitó la pelliza y el pañuelo y abrió el envoltorio, vi a una niña de unos tres años. La observé y por un momento me olvidé de la cirugía, la soledad, el inútil bagaje universitario; me olvidé definitivamente de todo a causa de la belleza de la niña. ¿Con qué se podía comparar? Solo en las cajas de bombones dibujan niños así, con rizos naturales en el cabello, formando grandes bucles del color del trigo maduro. Los ojos azules, enormes; las mejillas como las de una muñeca. Así dibujaban a los ángeles. Pero una extraña turbación anidaba en el fondo de sus ojos y comprendí que era miedo: la niña se asfixiaba. «Morirá dentro de una hora», pensé con absoluta convicción, y mi corazón se contrajo dolorosamente…

Cada vez que la niña respiraba, en su garganta se formaban pequeños hoyuelos, las venas se hinchaban y el rostro pasaba de un tono rosado a uno ligeramente liláceo. De inmediato comprendí y valoré ese cambio de color. Enseguida me di cuenta de lo que se trataba; mi primer diagnóstico fue exacto y, lo más importante, coincidió con el de las comadronas, que tenían mucha experiencia: «La niña tiene garrotillo diftérico, la garganta ya está cubierta de falsas membranas y pronto se cerrará completamente…».

―¿Cuántos días lleva enferma la niña? ―pregunté en medio del atento silencio de mi personal.

―Es el quinto día, el quinto ―dijo la madre, y me miró profundamente con sus ojos secos.

―Garrotillo diftérico ―dije entre dientes al enfermero, y a la madre le dije―: ¿En qué estabas pensando? ¿Eh? ¿En qué estabas pensando?

En ese momento se oyó detrás de mí una voz llorona:

―¡El quinto, padrecito, el quinto!

Me volví y vi a la abuela de cara redonda, con la cabeza cubierta por un pañuelo. «Sería magnífico que estas abuelas no existieran en el mundo», pensé con un lóbrego presentimiento del peligro, y dije:

―Tú, abuela, cállate; estorbas.

A la madre le repetí:

―¿En qué pensabas? ¡El quinto día! ¿Eh?

De pronto la madre, con un movimiento de autómata, entregó la niña a la abuela y se arrodilló delante de mí.

―Dale unas gotas a la niña ―dijo, y golpeó el suelo con la frente―, me ahorcaré si se muere.

―Levántate inmediatamente ―le contesté―, de lo contrario no hablaré contigo.

La madre se levantó rápidamente, recibió a la niña que le entregaba la abuela y comenzó a mecerla en sus brazos. La abuela se puso a rezar en dirección a la puerta, mientras la niña continuaba respirando con un silbido de serpiente. El enfermero dijo:

―Siempre hacen lo mismo. El pueblo ―y al decir esto sus bigotes se torcieron hacia un costado.

―¿Quiere decir que la niña morirá? ―preguntó la madre mirándome con negra furia, o al menos así lo percibí yo entonces…

―Morirá ―dije en voz baja y con firmeza.

La abuela inmediatamente cogió el borde de su falda y comenzó a secarse con él los ojos. La madre me suplicó con voz abatida:

―¡Dale algo, ayúdala! ¡Dale unas gotas!

Ya veía con claridad lo que me esperaba. Me mantuve firme.

―¿Qué gotas le voy a dar? Aconséjame tú. La niña se está asfixiando, la garganta se ha cerrado. Durante cinco días seguidos has descuidado a tu hija a quince verstas de donde yo estoy. Ahora, ¿qué quieres que haga?

―Tú lo sabrás mejor, padrecito ―comenzó a lloriquear la abuela en mi hombro izquierdo, con voz afectada. ¡Cómo la odié en ese momento!

―¡Cállate! ―le dije. Me dirigí al enfermero y le ordené que cogiera a la niña. La madre entregó la niña a la comadrona. La niña comenzó a agitarse y quería, por lo visto, gritar, pero la voz ya no salía de su garganta. La madre quiso defenderla, pero la apartamos; entonces pude examinar, a la luz de la lámpara de petróleo, la garganta de la niña. Nunca hasta entonces me había enfrentado con la difteria, salvo en algunos casos leves que había aliviado rápidamente. En la garganta había algo que bullía, algo blanco, desgarrado. La niña de pronto espiró y me escupió en la cara, pero yo, ocupado como estaba por mis pensamientos, no me preocupé por mis ojos.

―Mira ―dije, sorprendiéndome por mi tranquilidad―, el asunto es el siguiente. Ya es demasiado tarde. La niña se está muriendo. Solo hay una cosa que podría ayudarla: una operación.

Yo mismo me horroricé. ¿Para qué lo habría dicho? Pero no podía dejar de decirlo. «¿Y si aceptan?», pasó fugazmente por mi cabeza.

―¿Cómo una operación? ―preguntó la madre.

―Es necesario hacerle un corte en la parte inferior de la garganta e introducir un tubito de plata, para dar a la niña la posibilidad de respirar; así quizá podamos salvarla ―le expliqué.

La madre me miró como a un loco y protegió a la niña con sus brazos mientras la abuela se ponía a refunfuñar de nuevo:

―¡No! ¡No dejes que la operen! ¡No! ¡¿Cortarle la garganta?!

―¡Lárgate, abuela! ―le dije con odio―. ¡Inyéctele alcanfor! ―ordené al enfermero.

La madre no quiso entregar a la niña cuando vio la jeringuilla, pero le explicamos que la inyección no era nada terrible.

―¿Quizá eso la ayudará? ―preguntó la madre.

―No, no la ayudará en absoluto.

Entonces la madre se echó a llorar.

―Basta ―le dije. Saqué mi reloj y añadí―: Les doy cinco minutos para pensarlo. Si no están de acuerdo dentro de cinco minutos, yo ya no haré nada.

―¡No estoy de acuerdo! -dijo tajantemente la madre.

―¡No damos nuestro consentimiento! ―añadió la abuela.

―Bueno, como quieran ―añadí con voz sorda, y pensé: «¡Bien, esto es todo! Mejor para mí. Yo lo he dicho, lo he propuesto; los ojos asombrados de las comadronas son testigos. Ellas no han aceptado y yo estoy salvado.» No acababa de pensarlo cuando una voz ajena salió de mi interior:

―¿Se han vuelto locas? ¿Cómo que no están de acuerdo? Matarán a la niña. Acepten. ¿No les da lástima?

―¡No! ―gritó nuevamente la madre.

En mi interior pensaba: «¿Qué estoy haciendo? Voy a degollar a la niña.» Pero decía otra cosa.

―¡Pronto, pronto, acepten! ¡Acepten! Ya se le están poniendo azules las uñas.

―¡No! ¡No!

―Está bien, acompáñenlas a la sala; que se queden allí.

Las llevaron por el corredor casi a oscuras. Yo oía el llanto de las mujeres y el silbido de la niña. El enfermero regresó enseguida y dijo:

―¡Aceptan!

En mi interior todo se petrificó, pero dije con claridad:

―¡Esterilicen de inmediato el bisturí, las tijeras, las grapas, la sonda!

Un minuto más tarde, atravesaba a toda velocidad el patio donde la tormenta de nieve, como un demonio, volaba y chocaba contra las casas. Entré corriendo en mi gabinete y, contando los minutos, cogí un libro, lo hojeé y encontré una ilustración que representaba una traqueotomía. En ella todo era sencillo y claro: la garganta estaba abierta y el bisturí clavado en la tráquea. Me puse a leer el texto, pero no comprendía nada, las palabras parecían brincar ante mis ojos. Jamás había visto cómo se hace una traqueotomía. “¡Eh!, ahora ya es tarde”, pensé, y miré con melancolía la luz azulada y la ilustración del libro; sentí que había caído sobre mí un asunto terrible y difícil y regresé al hospital sin percatarme de la tormenta.

En la recepción, una sombra con falda redonda se pegó a mí y una voz comenzó a lloriquear:

―Padrecito, ¿qué es eso de que vas a cortarle la garganta a la niña? ¿Acaso se puede pensar siquiera en algo así? Ella es una tonta, por eso ha aceptado. Pero yo no te doy mi consentimiento, no. Estoy de acuerdo en que le recetes unas gotas, pero no permitiré que le cortes la garganta.

―¡Saquen de aquí a esta mujer! ―grité, y en mi acaloramiento añadí―: ¡La tonta eres tú! ¡Tú! ¡Ella no, ella es inteligente! ¡Además, a ti nadie te ha preguntado nada! ¡Sáquenla de aquí!

La comadrona abrazó firmemente a la abuela y la empujó fuera de la sala.

―¡Listo! ―dijo de pronto el enfermero.

Entramos en la pequeña sala de operaciones y yo, como a través de una cortina, observé los brillantes instrumentos, la cegadora luz de la lámpara, el hule… Salí por última vez a donde estaba la madre, de cuyos brazos apenas lograron arrancar a la niña. Oí una voz ronca que decía: «Mi marido no está. Está en la ciudad. ¡Cuando regrese y se entere de lo que he hecho, me matará!»

―La matará ―repitió la abuela, mirándome horrorizada.

―¡No las dejen entrar en la sala de operaciones! ―ordené.

Nos quedamos solos en el quirófano. El personal, Lidka (la niña) y yo. La niña estaba desnuda. La habían sentado sobre la mesa. Lloraba en silencio.

Luego la acostaron, la sujetaron, le limpiaron la garganta y la untaron con yodo. Yo tomé con decisión el bisturí, pero pensaba: «¿Qué estoy haciendo?» Había un profundo silencio en la sala de operaciones. Tomé el bisturí e hice una línea vertical por la regordeta garganta blanca. No salió ni una gota de sangre. Por segunda vez pasé el bisturí por la franja blanca que había aparecido en la piel, que se había separado. Ni una gota nuevamente. Despacio, intentando recordar ciertos dibujos de los atlas, comencé con ayuda de una sonda roma a separar los delgados tejidos. Entonces, de la parte inferior del corte brotó una sangre oscura que inundó de inmediato la herida y comenzó a correr por el cuello. El enfermero la secaba con tampones, pero la sangre no dejaba de correr. Recordando todo lo que había visto en la universidad, comencé a apretar con pinzas los bordes de la herida, pero no obtuve ningún resultado. Sentí frío y mi frente se humedeció. Me arrepentí profundamente de haber ingresado en la facultad de medicina, de haber aceptado venir a este remoto lugar. Con furiosa desesperación metí una pinza al azar en alguna parte próxima a la herida, la cerré y la sangre inmediatamente dejó de correr. Absorbimos la sangre de la herida con bolas de gasa y solo entonces la herida se me presentó limpia, pero completamente incomprensible. La tráquea no estaba en ninguna parte. Mi herida no tenía nada que ver con ninguna de las ilustraciones de los libros. Pasaron todavía dos o tres minutos durante los cuales, de un modo mecánico y totalmente incoherente, estuve hurgando en la herida, unas veces con el bisturí y otras con la sonda, en busca de la tráquea. Al final del segundo minuto comencé a desesperarme. «Es el fin ―pensé―, ¿para qué habré hecho esto? Podía no haber propuesto la operación y Lidka habría muerto tranquilamente en su habitación, mientras que ahora morirá con la garganta desgarrada y nunca, jamás, podré demostrar que de todas formas habría muerto, que yo no podía perjudicarla…». La comadrona secó en silencio mi frente. «Dejar el bisturí y decir: no sé qué hacer ahora», pensé, e inmediatamente me imaginé los ojos de la madre. De nuevo levanté el bisturí y, sin sentido alguno, corté profunda y bruscamente a Lidka. Los tejidos se separaron e inesperadamente apareció ante mis ojos la tráquea.

―¡Los ganchos! ―dije con voz ronca.

El enfermero me los dio. Introduje un gancho en un lado de la herida y el segundo en el otro y le di uno de ellos al enfermero. En ese momento solo veía una cosa: los anillos grisáceos de la tráquea. Hundí el afilado bisturí en la tráquea y me quedé inmóvil. La tráquea comenzó a salirse de la herida: el enfermero, pensé, se ha vuelto loco, ha comenzado a extraer la tráquea. Las dos comadronas gritaron detrás de mí. Levanté los ojos y comprendí lo que ocurría: el enfermero se estaba desmayando por el calor y, sin soltar el gancho, rompía la tráquea. «Todo está en mi contra, es el destino ―pensé―, ahora sí que hemos degollado a Lidka. ―Y me dije―: En cuanto llegue a casa me pegaré un tiro…» En ese instante, la comadrona principal, que por lo visto tenía mucha experiencia, se lanzó de un modo rapaz hacia el enfermero y cogió el gancho que este sostenía; luego me dijo con los dientes apretados:

―Continúe, doctor…

El enfermero cayó ruidosamente, dándose un golpe, pero nosotros no lo miramos siquiera. Introduje el bisturí en la tráquea y luego metí en ella un tubito de plata. El tubo entró con facilidad, pero Lidka permaneció inmóvil. El aire no había entrado en su garganta, como debiera haber ocurrido. Respiré profundamente y me detuve: no tenía nada más que hacer. Solo quería pedirle perdón a alguien, arrepentirme de mi ligereza, de haber ingresado en la facultad de medicina. Reinaba el silencio. Yo veía cómo Lidka se ponía cada vez más azulada. Quería abandonarlo todo y echarme a llorar. De pronto Lidka se estremeció de un modo extraño, arrojó como una fuente los sucios coágulos a través del tubo y el aire, con un silbido, entró en su garganta. La niña respiró y comenzó a llorar fuertemente. En ese instante el enfermero se levantó, pálido y sudoroso, miró alelado y horrorizado la garganta abierta y se puso a ayudarme a coserla.

A pesar del cansancio y del velo del sudor que me cubría los ojos, vi los rostros felices de las comadronas. Una de ellas me dijo:

―Ha realizado brillantemente la operación, doctor.

Pensé que se estaba burlando de mí y la miré con aire sombrío de reojo. Luego se abrieron las puertas y penetró el aire fresco. Sacaron a Lidka envuelta en una sábana. De inmediato, en la puerta, se presentó la madre. Sus ojos parecían los de una fiera salvaje. Me preguntó:

―¿Y bien?

Cuando oí el tono de su voz el sudor me recorrió la espalda, y solo entonces me di cuenta de lo que habría ocurrido si Lidka hubiera muerto en la mesa de operaciones. Pero le contesté con una voz muy serena:

―Tranquila. Vive y seguirá viva. Eso espero. Solo que mientras no le saquemos el tubito no podrá pronunciar ni una palabra, así que no se asusten.

Entonces la abuela salió de debajo de la tierra y se santiguó en dirección al pomo de la puerta, hacia mí, hacia el techo. Pero yo ya no me enfadaba con ella. Me volví y ordené que le inyectaran alcanfor a Lidka y que por turnos hicieran guardia junto a ella. Luego me fui a mi apartamento. Recuerdo que la luz azulada ardía en mi gabinete. Allí estaba el Doderlein, había libros esparcidos. Me acerqué al diván, me acosté vestido e inmediatamente dejé de ver cualquier cosa. Me quedé dormido y ni siquiera soñé.

Pasó un mes, otro. Yo había visto ya muchas cosas y algunas más terribles que la garganta de Lidka. Incluso la había olvidado. Estábamos rodeados de nieve y la consulta crecía de día en día. En una ocasión, ya al año siguiente, entró en mi consultorio una mujer llevando de la mano a una niña exageradamente abrigada. Los ojos de la mujer brillaban. La miré con atención y la reconocí.

―¡Ah, Lidka! ¿Cómo está la niña?

―Bien.

Dejamos al descubierto la garganta de Lidka. La niña se resistía, tenía miedo. Por fin logré levantarle el mentón y examinarla. En su cuello rosado había una cicatriz vertical de color marrón y dos cicatrices transversales delgadas, las de las costuras.

―Todo está en orden ―dije―, pueden dejar de venir.

―Se lo agradezco doctor, muchas gracias ―dijo la madre, y ordenó a Lidka―: ¡Dale las gracias al señor!

Pero Lidka no tenía deseos de decirme nada.

No volví a verla nunca más. Comencé a olvidarla. Mi consulta seguía creciendo. Y llegó el día en que recibí a ciento diez personas. Habíamos comenzado a las nueve de la mañana y terminamos a las ocho de la noche. Yo, tambaleándome, me quité la bata. La comadrona principal me dijo:

―-Tal cantidad de pacientes debe agradecérsela a la traqueotomía. ¿Sabe lo que dicen en las aldeas? Que a Lidka, en lugar de su garganta, usted le puso una de acero y se la cosió. Viajan especialmente a la aldea donde vive la niña para verla. Ya tiene usted fama, doctor, lo felicito.

―¿De modo que creen que vive con la garganta de acero? -pregunté.

―Sí, eso creen. Usted, doctor, es excelente. ¡Es un encanto ver la sangre fría con que opera!

―Sí… Yo, sabe usted, jamás me pongo nervioso ―dije sin saber por qué, pero era tanto mi cansancio que ni siquiera pude avergonzarme, simplemente volví la vista hacia otro lado. Me despedí y me dirigí a mi apartamento. Caía una nieve gruesa que lo cubría todo; el farol ardía y mi casa estaba solitaria, tranquila y grave. Y yo, en el camino, solo deseaba una cosa: dormir.

Mijaíl Bulgákov, 1926

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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