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sábado, 2 de agosto de 2025

Agosto de 2025

¡Ya está aquí el mes de agosto! Mes vacacional por excelencia, el momento de irse a la playa, a la montaña o donde sea. A descansar y, sobre todo, a leer. Yo también me voy a tomar cierto descanso, este mes publicaré en días alternos. Que tengáis una felices vacaciones y que leáis mucho. 

Para ir abriendo el apetito lector, aquí tenéis un relato de Mario Benedetti.

 

Los pocillos 

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. «Negro con rojo queda fenomenal», había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.

«El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?», preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: «Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo». Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. «¿Qué buscás?» preguntó ella. «El encendedor». «A tu derecha». La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. «¿Por qué no lo tirás?» dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. «No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana».

Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, amorosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.

Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?

—Este mes tampoco fuiste al médico —dijo Alberto.

—No.

—¿Querés que te sea sincero?

—Claro.

—Me parece una idiotez de tu parte.

—¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.

La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este presentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.

—De todos modos, deberías ir —apoyó Mariana—. Acordáte de lo que siempre te decía Menéndez.

—Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.

—¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano.

—¿De veras? —Habló por el costado del cigarrillo.

Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido —sinceramente, cariñosamente, piadosamente— protegerlo.

Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. Él estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si esta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.

Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.

—Qué otoño desgraciado —dijo— ¿Te fijaste?

La pregunta era para ella.

—No —respondió José Claudio—. Fíjate vos por mí.

Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. Él se lo había dicho por primera vez la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella hablaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. «Gracias», había dicho entonces. Y todavía ahora, la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.

A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y solo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.

—Y ayer estuvo Trelles —estaba diciendo José Claudio—, a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme.

—También puede ser que te aprecien —dijo Alberto—, que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte.

—Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo —la sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.

Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por solo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si solo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.

«Ahora sí podés calentar el café», dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Solo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.

Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.

Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor.

Un temor que no tenía razón de ser, ya que, en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.

—No lo dejes hervir —dijo José Claudio.

La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.

Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero, antes de dejarlo en sus manos, se encontró, además, con unas palabras que sonaban más o menos así: «No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo».

Mario Benedetti, 1959 

Salud y libros.

Publicado por Antonio F. Rodríguez. 

viernes, 1 de agosto de 2025

El gran dios Pan - Arthur Machen

Título: El gran dios Pan                                                                                              Autor: Arthur Machen

Páginas: 202

Editorial: Calambur

Precio: 12 euros

Año de edición: 2025 

Muchos años han pasado ya desde la muerte del escritor galés Arthur Machen. Con la perspectiva que da el tiempo, no parece exagerado afirmar que es uno de los grandes de la literatura fantástica, cuya influencia se sigue notando en la actualidad. Lo que se dice todo un clásico, aun siendo un clásico «menor». Machen fue un victoriano tardío que empezó a publicar sus fantasías a fines del siglo XIX. En ese momento, el género terrorífico daba señales de agotamiento, después de casi un siglo de fantasmas, casas encantadas y maldiciones ancestrales. El maestro galés apostó por un medio distinto para lograr el mismo fin: el escalofrío del sufrido lector. 

Con Machen y el inolvidable Algernon Blackwood apareció un nuevo estilo de terror que algunos han bautizado como neopagano. El horror nace como sospecha de la existencia de una realidad espiritual diabólica, pero no al modo del diabolismo tradicional, sino entroncando más bien con las religiones antiguas, los misterios del ocultismo y la pseudociencia. El terror pánico se manifiesta cuando cae el velo de maya de las apariencias. El resultado es la corrupción del cuerpo y el alma. 

Pues bien, el largo relato El gran dios Pan, publicado por primera vez en 1894, es quizá la obra maestra de Arthur Machen. Obra maestra en el sentido de que su propuesta acerca de lo fantástico cuaja en una historia de inusitada perfección y que ha tenido un impacto decisivo en la evolución del género. La trama, bastante complicada, está contada con la sabiduría de los más grandes. Stephen King, siempre dispuesto al elogio, dice de El gran dios Pan que es el mejor cuento de miedo de la literatura en lengua inglesa. Es posible que exagere; o no, porque cualquiera que lo disfrute se dará cuenta de que superarlo es difícil. 

No vamos a destripar la trama porque sería pecado. Podemos, sin embargo, dar alguna pincelada para animar a quien esté interesado en disfrutar con Machen. Una bella tarde dos caballeros, los señores Raymond y Clarke, están hablando acerca de los misterios que envuelven nuestra existencia. Lo que vemos, el mundo sensorial, afirma Raymond, es una sombra de la verdadera realidad, que se agazapa encantada detrás de la naturaleza. Con la excepción de ciertos místicos, los hombres no pueden acceder al gran misterio. Pero el doctor Raymond ha descubierto que una operación en el cerebro permite penetrar en ese ultramundo platónico. La esencia de ese mundo se materializa en el dios Pan, el alegre fauno mediterráneo de la sensualidad desbordante entre olivos y viñedos. El inescrupuloso Raymond está dispuesto a experimentar con el asunto, ya que posee un inocente conejillo de Indias. Arthur Machen, nada más empezar, pone las cartas sobre la mesa: ocultismo, paganismo, platonismo y pseudociencia, mad doctor incluido, serán las claves de la historia. 

Pasan unos años. Londres en la época de Jack el destripador. Varios personajes investigan una serie de muertes inexplicables que están sacudiendo la ciudad. Elegantes caballeros se suicidan sin explicación alguna. Uno de ellos aparece exánime en el jardín de una casa de mala nota con una expresión de horror indescriptible en el rostro. Otro se ahorca. Un pintor de éxito huye a Buenos Aires como perseguido por una fuerza infernal que lo arrastra al abismo. Cuando muere, lo poco que queda de él es una colección de nauseabundos dibujos entre fantásticos y eróticos. Pues bien, todas estas desgracias están vagamente relacionadas con una mujer, Helen Vaughan, cuya exótica belleza morena solo es comparable con su perversidad. El origen de Helen es confuso y oscuro. Gales parece ser su lugar de procedencia. 

Si gustan de un relato que mantiene el interés hasta la última frase, este es su libro. El magnífico estilo envolvente de Machen hipnotiza al lector. Es capaz de describir con la misma elegancia un callejón infecto en el corazón podrido de Londres, un interior burgués atiborrado de libros y antigüedades o un misterio pagano a pleno sol, en un bosque mágico de Gales y cerca de unas inquietantes ruinas romanas. Lo oculto acecha entre la belleza, al igual que el fruto dorado encierra un gusano de carroña. Machen, como tantos en su época, estaba obsesionado por los estigmas de la corrupción y la degeneración. Aunque, en un giro genial, los convirtió en la consecuencia no deseada del contacto con la esfera de lo oculto. Así que lo divino y lo corrompido van de la mano en este relato decadentista. Lean El gran dios Pan, un pequeño gran libro. 

Arthur Machen

Arthur Machen (1863-1947) fue un escritor galés nacido en la localidad de Caerleon, que conserva importantes restos de la dominación romana. Machen fue un tipo al que apasionaban los saberes ocultos. Estaba encandilado por la magia, la teosofía, el rosacrucismo y la alquimia. Fue pobre la mayor parte de su vida, con algunos periodos de cierto desahogo. Trabajó de periodista, antólogo, traductor, poeta y actor aficionado. Siempre le gustó pasear por las calles londinenses, lo que se refleja en muchos de sus relatos. Sus libros inauguran un nuevo horror sobrenatural alejado de los tópicos tradicionales, que se adentra en el ocultismo y el misticismo. Su obra es un eslabón esencial en el desarrollo moderno del cuento de miedo. Machen murió con 84 años y sin un céntimo. 

Publicado por Alberto.