Anton Chéjov (1898) |
Camino de la escuela
Salieron de la ciudad a las ocho y media.
El camino estaba seco. El bello sol abrileño picaba ya; pero en las cunetas y en el bosque aún había nieve. Acababa de irse el invierno, crudo y lúgubre, y la primavera se había presentado como por sorpresa, pero para Maria Vasílievna, que iba sentada en la carreta, no constituían novedad alguna ni tenían el menor interés el calor, los lánguidos bosques transparentes, entibiados por el hálito de la primavera, ni las negras bandadas que se cernían sobre los enormes charcos, verdaderos lagos, ni el cielo maravilloso e insondable, al que hubiera volado de tan buena gana.
Llevaba trece años de maestra y había ido incontables veces a la ciudad para cobrar su paga; ya fuese en primavera, como ahora, o en una lluviosa tarde otoñal, o en el frío invierno, le daba igual; y su único afán era siempre el mismo: llegar pronto.
Tenía la impresión de llevar viviendo en aquellos parajes un siglo, y le parecía conocer cada piedra y cada árbol del camino de la ciudad a su escuela. Allí estaban su pasado y su presente; y no podía imaginarse otro porvenir que la escuela y el camino de la ciudad, y otra vez la escuela, y otra vez el camino…
No solía recordar ya, y casi había olvidado, su vida anterior. En tiempo tuvo familia; sus padres vivían en Moscú, cerca de Krasnie Vorota, donde ocupaban un piso espacioso; pero de todo ello no le quedaba en la memoria sino un rastro vago y difuso, como un sueño. Su padre murió teniendo ella diez años, y poco después le siguió la madre. Tenía un hermano, oficial del Ejército, con el que se escribía al principio, pero luego dejó de recibir cartas de él. No conservaba otro recuerdo tangible que una fotografía de su madre, descolorida a causa de la humedad de la escuela y en la que solo se distinguían ya la cabellera y las cejas.
Cuando llevaban recorridas unas tres verstas, el viejo carrero Semión volvió la cabeza y dijo:
—En la ciudad han detenido a un funcionario y se lo han llevado. Se dice que fue cómplice de los alemanes en el asesinato de Alekséiev, el alcalde de Moscú.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Lo leyeron en los periódicos, en la taberna de Iván Jánov.
Siguió un largo silencio. María Vasílievna iba pensando en su escuela, en los próximos exámenes, a los cuales presentaría a cuatro niños y una niña. Y precisamente mientras pensaba en ello la alcanzó un coche de cuatro caballos en el que iba el terrateniente Jánov, el mismo que el año anterior examinó a los alumnos de su escuela.
—Buenos días —la saludó—. ¿Va usted para su casa?
Jánov, hombre de unos cuarenta años, rostro ajado y expresión mustia, comenzaba a envejecer visiblemente, pero aún era apuesto y gustaba a las mujeres. Vivía solo en su gran hacienda, y se decía que sus únicas ocupaciones eran ir silbando de un rincón a otro de su aposento o jugar al ajedrez con su viejo lacayo. Se murmuraba también que bebía mucho. En efecto, el año anterior, durante los exámenes, hasta los papeles que trajo olían a perfume y a vino. Llegó vestido de punta en blanco, y Maria Vasílievna, prendada de él, se sentía confusa a su lado. Por regla general, los examinadores que habían pasado por la escuela eran fríos y sentenciosos; éste, en cambio, no recordaba un solo rezo, no sabía qué preguntar, era extraordinariamente cortés y delicado y solo ponía calificaciones de sobresaliente.
—Yo voy a ver a Brakvist —prosiguió, dirigiéndose a Maria Vasílievna—. Pero me han dicho que no está en su casa…
De la carretera torcieron por un camino vecinal: Jánov delante y Semión detrás. Los cuatro caballos de aquél iban al paso, arrastrando a duras penas el pesado vehículo, que se atascaba en el barro. Semión zigzagueaba saliéndose del camino, tan pronto subiendo por un montículo como atravesando un pradillo y saltando a menudo del carro para ayudar al caballo. La maestra seguía pensando en la escuela: ¿serían fáciles o difíciles los exámenes? Se enojaba contra la alcaldía, donde no encontró a nadie el día anterior. ¡Qué desorganización! Llevaba dos años pidiendo que despidiesen al guarda que, además de no hacer nada, la trataba groseramente y pegaba a los alumnos, pero nadie le hacía caso. Al alcalde no había modo de encontrarle, y si aparecía alguna vez, se excusaba asegurando, casi con lágrimas en los ojos, que no tenía tiempo. El inspector pasaba por la escuela una vez cada tres años y, por otra parte, no entendía ni jota, pues antes había sido agente del fisco y había conseguido el puesto de inspector escolar por influencia. El Consejo de Enseñanza se reunía muy de tarde en tarde, sin que se conociera el lugar de las reuniones; y el visitador era un muzhik semianalfabeto, dueño de un taller de curtidos, torpe, grosero y gran amigo del guarda, de manera que solo Dios sabía dónde podía ella presentar una queja o pedir un informe. «Verdaderamente es guapo», pensó mirando a Jánov.
El camino era cada vez peor. Penetraron en un bosque. Allí no había posibilidad de zigzaguear, y las huellas de las ruedas eran profundas, formando canalillos en los que corría y rumoreaba el agua. Las punzantes ramas azotaban la cara.
—¡Vaya un caminito! —exclamó Jánov, y se echó a reír.
La maestra le miró y se preguntó por qué vivía aquel chusco allí. ¿De qué le servían en tan escondidos parajes, llenos de tedio y de suciedad, su dinero, su belleza y su esmerada educación? La vida no le ofrecía ninguna ventaja; y, lo mismo que Semión, tenía que ir al paso, por un camino abominable, sufriendo las mismas incomodidades. ¿Por qué vivir allí pudiendo estar en San Petersburgo o en el extranjero? ¿O qué le costaba a un ricachón como él convertir aquel camino en una buena carretera para no atormentarse ni ver la desesperación que reflejaban las caras de su cochero y del carrero Semión? En vez de hacerlo así, se reía y, al parecer, todo le era indiferente y no necesitaba una vida mejor. Bondadoso e ingenuo, no veía lo brutal de aquella existencia, igual que no recordaba las oraciones durante el examen. Su ayuda a las escuelas se reducía a regalos de globos terráqueos, no obstante lo cual se consideraba sinceramente un relevante protector de la instrucción pública. ¡La falta que harían sus globos en aquellos parajes!
—¡Cuidado, Vasílievna! —gritó Semión.
La carreta se ladeó y estuvo a punto de volcar. A los pies de María Vasílievna cayó un envoltorio pesado: eran sus compras. Siguió una cuesta empinada y fangosa. Por las sinuosas cunetas y zanjas corrían con estruendo verdaderos arroyos. El agua…, ¡parecía haber roído la tierra! ¿Cómo avanzar? Los caballos bufaban. Jánov descendió del coche y echó a andar por el borde del camino, con su largo abrigo. Tenía calor.
—¿Qué le parece? —volvió a reír—. Como para destrozar el coche en un dos por tres.
—¿Y quién le manda salir con este tiempo? —replicó Semión ceñudo—. Con haberse quedado en casa…
—En casa, abuelo, me aburro. No me gusta estar metido entre cuatro paredes.
Junto al viejo Semión, Jánov parecía gallardo y brioso, pero en sus andares había algo, apenas perceptible, que dejaba entrever su decrepitud, su flaqueza, su pronto fin. Se diría que por el bosque acababa de expandirse un intenso olor a vodka. Maria Vasílievna, atemorizada, sintió piedad de aquel hombre que se perdía sin pena ni gloria, y pensó que si ella hubiera sido su mujer o su hermana habría ofrendado su vida para salvarle de la perdición. ¿Ser su mujer? Él vivía solo en una gran finca; ella, también sola, en una aldea remota; y, sin embargo, le parecía imposible y hasta absurda la idea de que ambos pudieran ser íntimos e iguales. Toda la existencia estaba construida de tal modo, y las relaciones humanas eran complejas hasta tal punto, que se encogía el corazón y daba miedo reparar en ello.
«Es incomprensible —pensó la maestra—: ¿por qué Dios da esta belleza, esta amabilidad y estos ojos tristes y seductores a hombres indolentes, desdichados e inútiles?».
—Aquí tenemos que torcer a la derecha —anunció Jánov subiendo al coche—. Adiós y buen viaje.
Maria Vasílievna tomó a pensar en sus discípulos, en los exámenes, en el guarda, en el Consejo de Enseñanza; y cuando el viento le trajo el ruido del coche que se alejaba, estos pensamientos se confundieron con otros: quería pensar en aquellos ojos hermosos, en el amor, en la felicidad que no llegaría nunca…
¿Casarse? Por las mañanas hace frío; no hay quien eche leña a la estufa, pues el guarda se marcha no se sabe adónde; los alumnos llegan muy temprano, con los pies llenos de nieve, y arman ruido. ¡Es todo tan incómodo y desapacible! Su vivienda tiene tan solo una habitación que hace también las veces de cocina. Al terminar las clases le duele la cabeza, y después de almorzar se oprime el corazón. Hay que cobrar a los alumnos la cuota para la leña y para el guarda, dar el dinero al visitador y luego implorar a este muzhik gordo y cínico que, por Dios, envíe la leña. Por la noche sueña con los exámenes, con los muzhiks y con los montes de nieve. Esta vida la ha hecho vieja, ruda, fea, angulosa, torpe, como recubierta de plomo; teme a todo; no se atreve a sentarse en presencia de un concejal o del visitador, y si habla de alguno de ellos lo hace con atemorizado respeto. A nadie gusta, y su vida trascurre en medio del aburrimiento, sin una caricia, sin el afecto de una persona amiga, sin conocidos interesantes. ¡Qué horror enamorarse en semejante situación!
—¡Cuidado, Vasílievna!
Otra cuesta empinada.
Se metió a maestra por necesidad, sin el menor interés. Jamás pensó en la vocación ni en la utilidad de la enseñanza, y siempre creyó que lo esencial en su oficio no eran los discípulos ni la instrucción, sino los exámenes. ¿Había, acaso, tiempo para pensar en la vocación o en lo útil de su ministerio? Los maestros, los médicos pobres o los practicantes, sumidos en el mar de su trabajo, no tienen ni siquiera el consuelo de pensar que sirven a una idea o que son útiles al pueblo, ya que el mendrugo de pan, la leña para el fuego, los malos caminos y las enfermedades ocupan por entero su mente. La vida era difícil, anodina, y los únicos que la sufrían largo tiempo eran bestias de carga como Maria Vasílievna; los más vivaces, los sensibles, los que tenían nervios, los que hablaban de su vocación y del servicio a un ideal, se aburrían pronto y abandonaban la profesión.
Semión buscaba el camino más corto y más seco, tratando de pasar por pradillos o por los bordes de las parcelas; pero aquí se lo prohibían los muzhiks, allí no había paso por ser tierras del pope, y más allá Iván Jánov había comprado al señor una parcela y había hecho cavar una zanja a su alrededor. En muchos casos tenían que volverse atrás.
Llegaron a Nizhnie Gorodische. Junto a la posada, sobre la tierra cubierta de estiércol, debajo del cual aún se conservaba algo de nieve, había varios carros con grandes bombas de aceite sulfatado. En la posada, llena de carreros, olía a vodka, a tabaco y a pieles de oveja; era grande la algarabía de voces, y las puertas sonaban a menudo. Pared por medio, en el tabernucho, tocaba un acordeón sin cesar. Maria Vasílievna apuraba un vaso de té, y en la mesa vecina, unos cuantos muzhiks, sudorosos a causa del té bebido y del bochorno reinante en la posada tomaban vodka y cerveza.
—¡Oye, Kuzmá! —resonaban las voces en desorden—. ¿Qué estás diciendo? ¡El Señor nos bendiga! ¡Iván Deméntich, eso te lo arreglo yo! ¡Por algo soy casamentero!
Un muzhik de baja estatura, barba negra y cara picada de viruela, borracho como una cuba, hizo de pronto un aspaviento y soltó una blasfemia soez.
—¡Eh, tú! ¿Por qué juras de ese modo? —le reprochó Semión, sentado en otro extremo—. ¿No ves que hay una señorita?
—Una señorita… —le remedó, irónico, alguien en un rincón.
—¡Un cuervo del demonio!
—Perdone usted —se turbó el muzhik chaparrote—. Dispénsenos… Quiere decirse que nosotros, por nuestro dinero, y la señorita por el suyo… Buenos días.
—Hola —respondió la maestra.
—Le agradecemos mucho su atención.
Maria Vasílievna tomaba el té con delectación, se ponía colorada como los muzhiks y de nuevo pensaba en la leña, en el guarda…
—Espera un poco, casamentero —se oyó en la mesa vecina—. La maestra de Viazovíe… La conocemos… Es una buena señorita.
—¡Buena y decente!
La puerta seguía golpeando. Unos entraban y otros salían… Maria Vasílievna, sentada a la mesa, continuaba pensando en lo mismo, y el acordeón, toca que toca en la tienda vecina. Rodales de sol que oscilaban en el suelo pasaron sucesivamente al mostrador y a la pared hasta desaparecer. Por consiguiente, el sol acababa de pasar el meridiano. Los muzhiks de la mesa vecina se dispusieron a reanudar su marcha. El chaparrote, tambaleándose ligeramente, se aproximó a la maestra y le dio la mano. Los demás, al verle, lo imitaron y salieron uno tras otro haciendo rechinar la puerta y golpear nueve veces consecutivas.
—Prepárate, Vasílievna —le dio prisa Semión.
Pusiéronse en camino, avanzando al paso, como antes.
—Hace poco hicieron también una escuela aquí, en Nizhnie Gorodische —dijo Semión volviéndose—. ¡Y hay que ver cómo se hincharon!
—¿Qué pasó?
—Pues que el presidente del municipio se metió en el bolsillo mil rublos, y el visitador otros mil, y el maestro quinientos.
—La escuela entera no vale más de mil. Está muy mal calumniar a las personas, abuelo. Ésos no son más que infundios.
—No lo sé. Yo digo lo que dicen todos.
Estaba claro que el carrero no creía a la maestra, como tampoco la creían los campesinos. Consideraban exagerado el sueldo que percibía (veintiún rublos mensuales, cuando con cinco hubiera ido más que bien pagada), y sospechaban que se quedaba con la mayor parte del dinero aportado por los niños para leña y para pagar al guarda. El visitador, que pensaba igual que los muzhiks, se guardaba algo del fondo destinado a la leña y, además, cobraba a los muzhiks una gratificación, a espaldas de la Superioridad, por ejecutar sus funciones.
Gracias a Dios, el bosque quedó atrás, y ya todo el camino hasta Viazovíe sería llano y despejado. Además, faltaba poco: atravesar el río y el ferrocarril.
—¿Por dónde vas? —preguntó Maria Vasílievna a Semión—. Tira por el camino de la derecha en dirección al puente.
—Por aquí también se puede pasar. No es muy profundo el río.
—Ten cuidado, no se nos vaya a ahogar el caballo.
—¿Cómo dices?
—Fíjate: Jánov también va hacia el puente —dijo ella al ver por la derecha, a buena distancia, un coche de cuatro caballos—. Parece que es él.
—Sí que lo es. De fijo que no habrá encontrado a Brakvist. ¡Qué bruto es, Dios mío! Mira que irse por allí cuando por aquí se adelantan tres verstas…
Se acercaron a la orilla. En verano, el río era pequeño, fácilmente vadeable, y se secaba para agosto; ahora, en cambio, con el reciente deshielo, tenía cerca de seis toesas de ancho, y sus aguas, frías y turbias, corrían raudas. En la orilla, y al borde del agua, había huellas de ruedas: alguien había pasado.
—¡Arre! —gritó Semión como con enojo y alarma, tirando fuertemente de las riendas y agitando los brazos igual que un pájaro cuando aletea—. ¡Arre!
El caballo se metió en agua hasta la barriga y se detuvo un momento, pero acto seguido avanzó de nuevo, con gran esfuerzo. Maria Vasílievna notó un frío intenso en los pies.
—¡Arre! —gritó también ella, levantándose—. ¡Arre!
Salieron a la orilla.
—¡Señor, esto es el acabóse! —refunfuñó Semión reajustando los arreos a la bestia—. ¡Es un verdadero castigo este ayuntamiento!
Maria Vasílievna tenía los chanclos y las botas llenas de agua; los faldones del vestido y del abrigo, e incluso una manga, chorreaban; el azúcar y la harina estaban mojados, y esto era lo más lamentable. La maestra, desesperada, se limitaba a mover los brazos y a decir:
—¡Ay, Semión, Semión, cómo eres!
El paso a nivel se hallaba cerrado; de la estación venía el tren correo. Maria Vasílievna, esperando a que pasase, tiritaba de frío. Ya se divisaba Viazovíe con su escuela, de verde tejado, y su iglesia, cuyas cruces ardían reflejando el sol del ocaso. También refulgían las ventanas de la estación, y la locomotora exhalaba un humo rosáceo. A la maestra le parecía que todo temblaba de frío.
Ya llegaba el tren. Las ventanillas despedían claros destellos, como los de las cruces de la iglesia, que dañaban la vista. En la plataforma de un coche de primera, Maria Vasílievna vio a una señora. ¡Su madre! ¡Qué semejanza! Tenía la misma cabellera exuberante, la misma frente, la misma inclinación de cabeza. Por primera vez en trece años, recordó con sorprendente claridad a sus padres, a su hermano, su casa de Moscú, la pecera, todos los detalles, hasta los más sencillos; oyó tocar el piano y hablar a su padre; se sintió, como entonces, joven, guapa, elegante, en un aposento soleado y cálido, rodeada de seres queridos. Impulsada por una súbita sensación de alegría y felicidad, se llevó las manos a las sienes y gritó con voz dulce e implorante:
—¡Mamá!
Sin explicárselo ella misma, se echó a llorar. Precisamente en aquel instante llegó Jánov en su coche. Ella, al verle, se imaginó la felicidad que jamás había visto; sonrió y le hizo una seña con la cabeza, como de igual a igual; y creyó ver la luz de su felicidad y de su victoria en el cielo, en las ventanas, en los árboles, en todas partes. ¡No, su padre y su madre no habían muerto ni ella había sido maestra en su vida! ¡Todo fue una pesadilla larga, angustiosa y disparatada, pero ahora acababa de despertar!
—¡Sube, Vasílievna!
Todo desapareció de pronto. Se alzó lentamente la barrera del paso a nivel. La maestra, tiritando y entumecida de frío, montó en el carro. El coche de Jánov atravesó la vía. Semión le siguió. El guardabarreras se quitó el gorro.
—Ahí está Viazovíe. Hemos llegado.
Anton Chéjov, 1897
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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