Kjell Askildsen |
El estimulante entierro de Johannes
El día comenzó estupendamente, había dormido bien. Este va a ser un día mejor, Paulus, me dije a mí mismo. Y al llegar al parquecillo donde suelo sentarme a leer el periódico cuando hace buen tiempo, incluso el banco más cercano a la señal de STOP estaba libre. Me gusta sentarme allí; se ve tanta impaciencia junto a un STOP…, hasta se puede presenciar algún que otro accidente. No es que me encanten los accidentes, pero, por ejemplo, si por alguna razón un avión hiciera explosión en el aire, no tendría nada en contra de ser uno de los que lo observaran, o mejor, el único. Pues sí, Paulus, me dije a mí mismo, no descartes que hoy pueda ser un día mejor.
Sé que algunos insisten en que soy un viejo cascarrabias, pero eso es sólo verdad a medias. Cuando aparece algo positivo en mi vida, me aferro a ello, y en esos momentos puede ocurrir que grite por dentro: ¡por fin, por fin! Aunque no sucede a menudo, claro, el mundo no es así. Pero, por ejemplo, no hace más de un mes…, ah sí, tal vez algo más…, bueno, da igual, no era un buen ejemplo.
Pues bien, allí estaba yo sentado, sin nada pendiente conmigo mismo, cuando de pronto divisé a mi hermano gemelo, Johannes, que se acercaba renqueando por la acera. Tuve la ardiente esperanza de que no me hubiera visto, pero en ese momento oí su voz.
—Ajá, Paul, finges no haberme visto. Así ha sido siempre, brusco e indiscreto.
Le sonreí cortésmente, como si no hubiera oído su comentario.
—Anda, eres tú —dije—, hacía mucho que no te veía.
Se sentó a mi lado y se puso a contar cuánto tiempo hacía exactamente.
—Casi justo dos años antes de que nuestra madre muriera, y de eso hace nueve años.
—¡Ay! —exclamé—, ¿de veras hace tanto tiempo?
—Por lo menos esperaba verte en su entierro.
—Sí, sí —dije—, muy amable de tu parte.
Como se puede ver, lo intenté por la buenas, pero él continuó, con muchas palabras, reprochándome mi ausencia hace nueve años, al menos podría haber enviado flores o un telegrama. Etcétera. Era demasiado estúpido. Y para irritarlo, lo admito, le pregunté de qué había muerto su madre. Y se irritó tremendamente.
—¿Y eso me lo preguntas nueve…? ¿¿Mi madre?? ¿Qué quieres decir con mi madre? ¿Tampoco eres ya su hijo?
Aunque siento cierta predilección por las catástrofes, no me gusta nada convertirme en el centro de la atención ajena. Sé que por mi aspecto —tengo la cara como un cerdo, debido en parte a una enfermedad, no quiero decir cuál— alguien ajeno me echaría automáticamente a mí toda la culpa si me encontrara en una situación controvertida. Y ahora estaba a punto de caer en una situación de ese tipo, debido a la ruidosa ira de mi hermano. Un chiquillo inaguantable se había colocado a un par de metros de mí, y en la acera, los peatones ralentizaban el paso o se paraban del todo. Aquello no me gustaba. Me levanté, decidido a marcharme. Pero Johannes no iba a tolerarlo; me agarró del brazo y me obligó a volver a sentarme en el banco. Ay, si hubiera tenido fuerza. Estaba indefenso. Realmente indefenso. En manos de un loco a quien la gente sin duda tomaría por el más normal de los dos. Y que encima era mi hermano gemelo. No puedes llamar a la policía sólo porque tu hermano gemelo te tenga agarrado del brazo. Nadie lo entendería.
Bueno, al menos ocurrió algo positivo. Probablemente porque tenía que esforzarse para mantenerme agarrado, dejó de amonestarme. Yo no dije ni una palabra por temor a que volviera a empezar.
Mientras estaba allí sentado, pensando en cómo librarme de él —pensé incluso en prenderle fuego, siempre llevo conmigo un encendedor con llama alta—, ocurrió una de esas casualidades que favorecen a uno: tuvo lugar un accidente. Escuché un agudo chirrido de frenos y luego un golpe seco, y cuando miré por encima del hombro, vi una motocicleta volcada y el cuerpo aparentemente sin vida de un hombre mayor delante de las ruedas de un taxi. Mi hermano, que probablemente había presenciado menos accidentes que yo, me soltó de inmediato el brazo, y aproveché la ocasión para alejarme de él lo más rápidamente que pude. Puedo decir con toda seguridad que no había andado tan rápido en los últimos quince años. Andaba tan deprisa que gritaba y rechinaba por dentro, y cuando llevaba andando así unos minutos, no pude más. Que viniera a cogerme.
Pero mi hermano no llegó, me encontraba a salvo. A punto de morir por el sobreesfuerzo, pero a salvo. Me senté en unas escaleras, y allí permanecí como una ramera cualquiera hasta que pensé que las piernas tal vez me soportarían de nuevo, al menos un trecho más.
Me encontraba cerca de una filial de la biblioteca municipal y decidí entrar, pues allí podría descansar como es debido.
Me dejé caer en una silla junto al estante de las revistas.
Ay, qué silla tan buena para mi cuerpo agotado. Y debí de quedarme dormido, porque de repente alguien me sacudió y una voz enojada me susurró al oído:
—Está prohibido dormir aquí.
Era una prohibición comprensible, pues ¿qué ocurriría si todos los usuarios de la biblioteca se quedasen dormidos? Pero no me gustó el tono. El que me había hablado era un joven con unos bigotes de lo más tristes, de esos que caen a ambos lados de la boca.
—No he oído lo que me ha dicho —dije en esa voz tan baja que se acostumbra usar en las bibliotecas.
Ay, el joven no era un bibliotecario sabio, habría leído muy pocas novelas buenas. Se quedó un instante escudriñando mi fea cara, luego señaló la salida.
Entonces me enfadé enormemente, pero me controlé, cogí una revista del estante y lo ignoré por completo. Me costó un gran esfuerzo, y cuando me agarró del brazo, el mismo brazo que mi hermano gemelo había maltratado poco antes, mi ira se volvió tan justiciera que resultó imposible reprimirla. Me levanté y dije con la máxima potencia de voz:
—¡No se atreva a tocarme…, bribón!
Se oyó, y por muy justa que fuera mi causa, ya sabía que no iba a ganarla. Me marché, y he de confesar que lloré. Seguí llorando durante mucho tiempo después de haber salido de la biblioteca, y me pareció que el mundo estaba en mi contra. Pero luego hice un esfuerzo por recapacitar. Bueno, bueno, Paulus, me dije a mí mismo, todo esto te ha pasado antes, no tiene importancia. En cualquier caso, la vida pronto llegará a su fin, y entonces no importará que hayas sido solitario, feo e infeliz.
Un día, poco tiempo después, cumplí ochenta años. Fuera por la razón que fuera, el caso es que me invadió un fuerte ataque de melancolía. Me atrevo a decir que fue un ataque excepcionalmente fuerte. Como no era capaz de tranquilizarme hablando, bajé a la tienda de la esquina y compré dos botellas de cerveza que bebí lo más rápidamente que pude. Luego me acosté, pero era de día y no logré dormir. En cambio, tuve la casi inexplicable ocurrencia de dar un paseo en autobús. Bueno, Paulus, me dije a mí mismo, ¿por qué no?
Cogí dinero y fui a la parada. Me senté en un autobús cuyo destino ignoraba. No quise preguntar, porque nunca recibo respuestas decentes. Cuando llegó el revisor, le tendí un billete de los grandes y dije que iba hasta el final. No me miró, de modo que todo fue bien.
Me devolvió mucho dinero, lo que me dio a entender que el autobús no iría muy lejos. Se detuvo mucho antes de lo que me había imaginado. No era un sitio bonito. Una gran fábrica y una larga fila de bloques uniformes de viviendas. La cerveza me pidió salir del cuerpo, y miré a mi alrededor en busca de un lugar donde orinar. No existía tal sitio y eché a andar. Seguramente fui en dirección contraria. Era una calle muy larga, pero no había ningún lugar donde poder aliviarme, ni siquiera un portal. Por fin divisé una tienda y anduve todo lo rápido que pude para llegar a tiempo. Había una mujer detrás del mostrador, su rostro era casi tan feo como el mío, lo que me dio esperanzas. Pero después de haberme escudriñado un buen rato, negó con la cabeza.
—¿Y qué puedo hacer? —pregunté.
—Esto es una tienda —contestó.
—Me hago cargo —señalé.
—No sea impertinente —dijo.
Salí a toda prisa, anduve unos cuantos metros en la misma dirección en la que había llegado, y oriné contra la pared de una casa en el último momento. Ay, cuánta orina salió de mí, parecía no tener fin. Y claro, fui observado. A uno no se le ahorra ningún disgusto. Oí gritos enojados, y una mujer abrió una ventana muy cerca de mí y exclamó:
—¡Debería darle vergüenza, viejo!
—Ay, si usted supiera —contesté sin mirarla. Luego me alejé. Intenté andar despacio pero no resultaba fácil. Y por cierto, ¿por qué?, si no hay nadie que sueñe siquiera con que yo pueda tener dignidad.
Volví a donde había parado el autobús, pero no había ninguno, de modo que continué andando. Pronto llegué a una plazuela con una fuente y muchas palomas. Me senté en un banco y me puse a observar a la gente que pasaba. Cuánta gente bien hecha hay por el mundo. Sobre todo mujeres jóvenes; qué bonitas pueden llegar a ser antes de que la maternidad les deje huellas.
No llevaba mucho tiempo sentado cuando ocurrió algo inusual. Llegó una mujer mayor y se sentó a mi lado en el mismo banco. Bueno, pensé, tendrá mal la vista.
Primero pensé en levantarme antes de que surgiera algún problema, pero me produjo una sensación tan rara, casi exótica, eso de estar sentado en el mismo banco que una mujer, que me quedé sentado. Tal vez alguien que no conozca a ninguno de los dos, incluso creerá que nos pertenecemos, pensé. O al menos que nos conocemos. Hasta ese punto se puede llegar a fantasear.
Mientras tanto, me acordé de que era mi cumpleaños, y entonces sentí algo agresivo por dentro. Me levanté rápidamente y volví a la parada del autobús. Estaba enfadado y no tenía miedo, de modo que pregunté cuándo salía el próximo. Sólo faltaban unos minutos. Estuve enojado durante todo el trayecto, y al bajarme del autobús entré derecho en el primer café que vi y pedí una jarra de cerveza. Nadie me impediría celebrar mi ochenta cumpleaños, que se atrevieran a intentarlo. Era un buen enfado, y no cesó; cuando acabé la cerveza, seguía enojado. Le solté un montón de improperios al mundo, por dentro, claro. Y cuando se acercó a mi mesa un anciano, estaba dispuesto a no dejarme vencer.
—Tú tienes que ser Hornemann —dijo, y pensé con amargura: Una vez visto, siempre visto. Pero asentí con la cabeza, aunque no sabía quién era él.
—Llevo un rato mirándote —explicó— y he pensado: Ese hombre no puede ser otro que Paul Hornemann.
—Pues sí, uno suele parecerse a sí mismo —dije.
—¿Pero tú a mí no me conoces? —preguntó con entusiasmo, seguramente había bebido más que yo.
—No.
—Holt —indicó—, Frank Holt. Fuimos colegas en el Instituto de Bachillerato de A.
Si mi malograda vida hubiera tenido un principio distinto del de la concepción, todo habría empezado en A. No tengo intención de relatar aquello, ni ahora ni más adelante, bastará con decir que nunca debería haber tenido alumnos. Descubrí demasiado tarde que mis conocimientos no podían compensar mi aspecto. Los alumnos lo pasaron muy bien a mi costa, y al final la cosa acabó mal. Muy mal.
Basta ya de hablar de eso. Pero ese inesperado encuentro con el profesor Holt —de quien yo, por cierto, aún no me acordaba— fue todo menos agradable.
—Ay, hace mucho —dije.
—Sí, ha llovido mucho desde entonces —dijo él, y en ese instante supe que no me iba a aportar nada placentero. Si por lo menos él hubiera sido tímido, uno podría haber dicho disparates, pero no lo era.
—Sí, llueve sin parar —contesté—, y sin embargo, nunca llueve a gusto de todos.
Parecía un poco desorientado, aunque preguntó si le permitía sentarse. Vacilé en contestar, pero ¿de qué sirvió, si la respuesta final fue que sí? Nunca aprenderé.
Quiso invitarme a una cerveza, pero en ese punto puse el límite y pedimos una cerveza cada uno. Él comenzó enseguida a rememorar viejos tiempos, y entendí, con gran alivio, que se había marchado de A al año siguiente de llegar yo. Todo lo que podía recordar. Y sólo cosas buenas y agradables. Tiene que sentirse bien consigo mismo, pensé, y cuando el flujo de recuerdos comenzó a disminuir, dije:
—Cuántos buenos recuerdos.
—Sí, de los que uno puede vivir durante mucho tiempo.
—Entonces te harás muy viejo, Holt.
Sonrió confiado.
—Quién sabe. Nadie conoce el día hasta en que se ha puesto el sol.
—Y tanto. Te expresas muy bien, ya lo creo.
—Cada nuevo día es un regalo —dijo con entusiasmo.
Me quedé atónito. Era como oír a mi madre, y no fue precisamente una mujer digna de imitar.
—Es como estar oyendo a mi madre —dije—. Y cumplió más de noventa años.
Él estaba radiante.
—No me digas —replicó—. Pues sí, me gustaría participar en la transición al nuevo milenio. ¿Te lo imaginas, Hornemann?
—Sí —contesté—, habrá unos estupendos fuegos artificiales.
—Y no sólo eso —añadió—, imagínate ese soplo histórico que pasará por la Tierra. Casi puedo oírlo.
Reprimí una respuesta. Sé bueno, me dije a mí mismo, no te ha hecho nada, simplemente es así; cuando está sobrio, seguro que también él se siente solo e insatisfecho, le ocurre a todo el mundo. Lo que pasa es que no lo saben, o lo llaman de otra manera.
Apuré el vaso y dije que tenía que marcharme, que tenía una cita.
—Vaya, vaya, siempre ocurre lo mismo —dijo—, cuando uno se encuentra por fin con alguien conocido, resulta que está ocupado. De todos modos, me alegro de haberte reconocido.
—Adiós —dije.
—Adiós, Hornemann, me alegro de haber hablado contigo.
Al llegar a casa, encontré una nota debajo de la puerta.
Era de mi hermano gemelo. Ponía con mala letra: «Supongo que estás en casa y no quieres abrir. He venido a felicitarte por tu cumpleaños, ya que nadie más lo hará. Al menos ahora sé dónde vives. Volveré. Johannes».
Me apresuré a entrar en casa, cerré con llave y puse la cadena de seguridad. Ese día ya no volví a salir, tenía miedo de que estuviera esperándome abajo, en el portal.
Pero al final resultó ser un buen día a pesar de todo. Tenía en casa una revista que sólo había leído a medias. Esa noche leí lo que me quedaba. Uno de los artículos trataba de un quásar recién descubierto. Se encuentra a 117000 millones de kilómetros de distancia y su luz fue emitida hace 12400 millones de años, es decir, casi 8000 millones de años antes de que naciera nuestro sistema solar, y mucho antes de que se formara la Vía Láctea, hace 10000 millones de años.
Ay, fue una buena lección en perspectivas. Me sentía tan animado que abrí una ventana para contemplar el espacio. Por supuesto, no vi nada, hace mucho que no se ve un cielo estrellado sobre esta ciudad, pero no importaba, yo sabía que existía el infinito y que todo lo irracional perecerá en él.
Aproximadamente una vez por semana me acerco a un café que no está lejos de casa. Es mi café habitual. Los camareros se han acostumbrado a verme, casi me atrevería a decir que me aceptan. Me siento en una mesa pequeña y me tomo tres o cuatro jarras de cerveza; así paso toda la velada. De vez en cuando, algunos de los clientes habituales me saludan porque me ven a menudo, lo cual encuentro muy alentador. Alguno que otro me habla, pero se trata siempre de alguien tan borracho que no sabe muy bien lo que hace, o de uno de esos pesados que ha sido ya rechazado en todas las demás mesas y ve en mí la última salida. Nunca los invito a sentarse, y si se sientan de todos modos, les hago marcharse.
Es un buen sitio para pasar el rato, y si pudiera permitírmelo, iría todas las noches. He soñado con ello a menudo, con acudir allí todas las noches.
Pero el otro día, la última vez que estuve, vi horrorizado que entraba mi hermano gemelo. Me agaché lo más rápido que pude e hice como si estuviera recogiendo algo del suelo, pero él ya me había visto. Vi sus piernas detenerse junto a mí.
—¿No encuentras nada? —preguntó.
Me incorporé sin contestarle. Él se sentó. Me invadió una gran desesperación: está robándome mi café habitual.
—¿Conque aquí es donde pasas el tiempo? —preguntó.
—Déjame en paz —contesté, resignado.
—¿En paz? ¿Esas son formas de hablar a tu hermano? ¡Vengo aquí a charlar, y tú me pides que te deje en paz!
—Lo único que pasa es que prefiero estar solo.
Se exaltó y montó un escándalo. Cuánto lo odio. Y por la amargura ante el hecho de que estuviera a punto de arrebatarme el último refugio fuera de mi propia casa, dije:
—No eres mi hermano.
Ya habíamos empezado a llamar la atención entre las mesas más cercanas y mi declaración empeoró la situación, que ya era bastante mala. Johannes se puso fuera de sí, extendió un largo brazo por encima de la mesa, me agarró de la solapa y gritó:
—¡Dime eso otra vez!
No me pareció necesario; además, vi que el camarero se estaba acercando.
—Aquí no queremos líos —dijo.
—¿Podría pedirle a este hombre que se marche? —pregunté—. Asegura que es mi hermano gemelo.
Por un instante, Johannes me miró estupefacto, luego me dio un fuerte empujón, a la vez que me soltó la solapa. La silla cayó hacia atrás y, camino del suelo, pensé: Soy demasiado viejo para caerme, seguro que me rompo en pedazos.
Pero fue la silla la que se rompió. Bien es verdad que me golpeé la nuca contra el suelo, pero no dolió demasiado, mas noté espantado que había mojado los pantalones, y estaba tan avergonzado que me quedé un rato con los ojos cerrados tumbado en el suelo, hasta que noté una mano sobre la mejilla y vi varios rostros. Desde la puerta, oí a Johannes gritar que era mi hermano gemelo.
—¿Está usted bien? —preguntó uno de los hombres que se habían inclinado sobre mí.
—Sí, gracias, gracias —contesté, aturdido. Y logré sonreír, seguro de presentar un aspecto horrible. Pero me ayudaron a levantarme, fueron muy serviciales, bueno, directamente amables, y me puse sentimental, dando las gracias a diestro y siniestro.
Allí estaba sentado como antes, sólo que con los pantalones mojados. A Johannes lo habían echado, pero estaba seguro de que estaría esperándome fuera. Me consolé pensando que aún faltaba mucho para que el café cerrara; tal vez se cansara de esperar y aplazara la venganza para otra ocasión.
Me miré los pantalones. Ay, estaban muy mal. Una gran mancha oscura ante la cual sería incapaz de tomar una actitud racional, por mucho que quisiera. ¡Mi dignidad!, gemí por dentro, aunque no tuviera nada que ver con mi dignidad, sino con mi vanidad.
Se me acercó un hombre. Sería uno de los que se habían inclinado sobre mí, y seguramente también me habría visto echar un miserable vistazo a mis pantalones. Puso un frasco con sobres de sal y pimienta en mi mesa y me dijo que echara sal encima, porque así absorbería la humedad. Imagínese, qué amable por su parte. Me sentí cálido por dentro, y estuve a punto de levantarme y estrecharle la mano, pero temí que no le gustara, de modo que me limité a darle las gracias.
—De todas formas, todo el mundo pensará que es cerveza —dijo.
Yo no lo creía así, pues mi experiencia me dice que la gente piensa siempre lo peor. Pero él lo dijo con buena intención, así que le agradecí efusivamente el consuelo.
Me eché dos sobres de sal encima y pensé que tal vez fuera buena idea empezar a llevar en el bolsillo algunos de esos sobres tan prácticos, por si acaso. Por no decir sobres de pimienta, se me ocurrió de repente, y me apresuré a meterme cuatro en el bolsillo. ¡Ja! pensé confiado, ahora que Johannes se atreva.
Al cabo de un rato tuve que ir al lavabo, y me atrevo a decir que fui con la cabeza alta y el ánimo elevado. Ojalá no lo hubiera hecho, pues debería haber recordado que los lavabos de los cafés son lugares para muchas clases de evacuación. Apenas hube entrado, se me acercó un joven borracho que me miró dos veces y luego preguntó que de dónde me habían sacado. Nunca suelo contestar a ese tipo de preguntas, pero en ese momento…, bueno, tampoco estaba del todo sobrio, así que le pregunté si no tenía educación. De descarado pasó a malvado. Dijo un montón de cosas que atentaban seriamente contra mi honor, y el episodio fue el doble de penoso porque había un hombre junto al urinario que escuchó todo. Le dije algo muy feo, no quiero decir qué, y se me encaró con sus ojillos. Quería pegarme, estaba seguro, y de alguna manera me pareció natural, pues sabía que podía conmigo. Pero se contentó con agitar el puño delante de mis narices. En ese instante entró el portero, seguramente nos habría visto, porque el lavabo está vigilado. Jamás hubiera imaginado que algún día eso me parecería algo bueno. Pero fue un punto de vista que duró poco.
—Esta noche no hay más que problemas contigo —dijo. Me lo estaba diciendo a mí.
—¿Conmigo? —pregunté asustado—. Él me importunó.
—Vaya. Primero uno y luego otro. Muchas importunaciones en una noche, ¿no? Creo que sería mejor que lo dejaras por hoy.
Sabía que había perdido, jamás he oído hablar de porteros que cambien de opinión. Si han decidido algo, son insensibles incluso a los argumentos más obvios.
Y, sin embargo, precisamente porque estaba en juego una parte muy importante de mi existencia, estaba dispuesto a intentarlo, aunque no pude decir más de siete palabras antes de que me aplastara:
—Y más vale que dejes de robar sobres de sal y pimienta. No creo que seas tan pobre, ¿no?
No pude contestar. Cualquier respuesta habría debilitado aún más mi credibilidad.
Ay, cómo entiendo a los que denuncian la injusticia. Si él hubiera sido menos grande y yo más joven, si hubiera tenido una mínima posibilidad de ganarlo, me habría abalanzado sobre él. Ah, sí, lo hubiera abatido. Aún queda en mí algo de verdad. ¿Qué digo, verdad? Quiero decir sentido de la justicia. No, tampoco eso. Hay demasiadas palabras elegantes en el mundo. Agresividad es la palabra, es una buena palabra.
No sé si pensé eso estando allí, pero lo sentí. De modo que lo único que hice fue levantar el puño y marcharme. Era lo único que podía hacer. Levanté el puño en alto por encima de la cabeza, como hacen los jóvenes en las manifestaciones. Y luego salí del lavabo y del café, convencido de que me marchaba para siempre. No exagero nada si digo que sentía una gran amargura.
Pero pronto tuve otras cosas en qué pensar, no sólo que mi mundo se había reducido drástica e irremediablemente. Había salido del lavabo con mi urgencia sin solucionar; ahora la necesidad de vaciarme se me vino encima con tanta fuerza que mi problemática de la libertad se convirtió en algo completamente nimio. Ah, sí, también de esa manera el espíritu se ahoga en la materia.
Pero ya de vuelta en casa y con mis necesidades primarias satisfechas, me volvió la amargura. O la aflicción, se podría muy bien llamar aflicción. Apenas tienes ya nada más que perder, Paulus, me dije, estás casi acabado.
Cuando por fin me dormí —tardé mucho—, tuve un sueño. No creo en los sueños, quiero decir que no creo en la interpretación de los sueños. Pero sucede, no obstante, que un sueño te hace despertarte animado, casi alegre. Y ese sueño fue de tal naturaleza que me desperté con una especie de acceso de optimismo. Soñé que Johannes había muerto. Estaba en su entierro, su hija también. Ella no paraba de reír, sobre todo cuando estaban a punto de bajar el ataúd y resultaba que era más grande que la tumba y no podían bajarlo. La hija se reía tanto que estaba doblada, y yo tampoco podía dejar de reírme. Entonces ella se me acercaba y decía, vámonos, no perdamos tiempo, te he amado siempre, vayamos a tu casa. Y nos marchábamos, y ella se reía todo el tiempo y me tocaba, era algo impúdico, pero bueno. Luego señalaba el sol, que estaba a punto de ponerse, y, de repente, el astro daba un salto en el cielo y subía sin cesar, y ella no paraba de tocarme, me tocaba tanto que me desperté, y ya era de día. Durante el desayuno, comiendo el huevo, me dije a mí mismo: No debes resignarte, Paulus, debes volver, no te han vetado la entrada para siempre, y además ese portero no está allí tan a menudo, tal vez sea sólo un suplente, nunca dejes que alguien te quite algo, no hasta que lo hayan hecho de verdad. Vuelve allí.
No sé. Fue un buen sueño, pero no tenía nada que ver con el café. A veces pienso en volver como si nada hubiera ocurrido. Pero no es tan fácil. Así que no sé. No era más que un sueño.
Kjell Askildsen
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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