Enemigo íntimo
1
Cuando el amor cierra los ojos para
beber en unos labios
el agua que un momento se le presta,
se hace en torno la muerte y queda sólo profundamente vivo
lo que es de suyo desvalido y torpe:
el tacto, que resbala
como un reptil sobre las superficies.
Entonces el amante
sacia su propia soledad y estrecha
al amado con el mortal abrazo
de la serpiente, cuyo anillo busca
extinguirlo, morir, desvanecerlo.
Vuélvese hacia el vacío
interior y descubre vacilante
un nuevo ser dentro de sí; percibe
su soledad doblada,
y, enajenado y alterado, en sí
cava un abismo, al borde
del otro abismo, al que se lanza viendo su odio en el del otro ensimismado.
Qué rencor sobreviene
a ese extraño que somos
al sorprenderse dado y no cumplido:
muerde, araña, devora, absorbe, intenta de su propia traición tomar venganza, posee lo que jamás fue menos suyo,
y así se rinde y cree vencer, dejando su soledad, el patrimonio único,
invadida a merced del enemigo.
Nadie hay más fuerte que el amado. Nadie un combate decide tan impávido.
Armagedón sin ruegos, envolverse
ve el amante su espada en negaciones.
Y es la helada ceniza
del desencanto lo que descubrimos
cuando la pleamar
recoge de la playa sus diademas.
Cumple el ritual amante de esta forma un equilibrio misterioso, y vuelve
la armonía, que al ciego impone quien se sonríe y eternamente aguarda.
Desnudo y vulnerado, ante el hostil
secreto, en los canchales del engaño, mira el violentado su destino
inútil ya como un pájaro muerto,
mientras sobre la tierra
queda maduro un fruto y preparado.
2
Dice el amante en el amor palabras
que no entiende, mentiras
con que procura defender el brote
de su esperanza, rehecha en cada hora.
Antes de que el amor
desenmascare su voracidad
y en litigio se exprima la mandrágora, del todo y para siempre
piensa nacer. Pero hay una sonrisa
por el aire que sabe la verdad.
No es el tiempo el que pasa,
sino el amante, y dura
la promesa tan sólo
el instante que dura la expresión.
No somos dueños del amor, ni puede
el éxtasis morderse como un fruto.
Vuelve el amante en sí
y de su vieja soledad recobra
los fatales rincones. Le sorprende
el despreciado intruso
que a hurtarle vino su abundancia, y odia la mano que hace poco reclamaba.
No somos dueños del amor: amamos
lo que podemos, pues la muerte y
el amor no se escogen. Presentimos
que los raudales de la soledad
volverán a correr aún más copiosos,
pero intentamos destronar la muerte
con el beso. Y en tanto
besamos, se nos vuela la mirada
hacia lo nuestro, que es el desamor
y su cierta inminencia.
Busca el amante introducirse en
el oscuro recinto del amado
para salir del suyo y olvidarse.
Busca otra soledad y no la encuentra, porque es la soledad el amor mismo
disfrazado de carne y de caricia,
alzando su clamor en el desierto.
Nada puede libranos
de este ajeno enemigo,
sino la luminosa muerte, donde
el fuego nos asume, recupéranos
la quietud y en el silencio se hunden las promesas de eterno amor. La muerte, cuya serenidad
detiene la aventura enardecida
o el sonámbulo intento
del que ama. La muerte, cuya cera
no se funde al ardor de los abrazos.
3
Salta el amor, como una alondra súbita, de mirada en mirada. Qué alegría
pone al tallo de la flor, mientras se pierden los amantes en selva
de delicias, cantando
por la mañana de oro protegidos.
No obstante, entre las dos
cinturas permanece
el filo de un cuchillo. Cada amante
es su alondra, su selva y su mañana:
en sí las goza, en sí las extravía.
Amor no es más que estar
amando, sin sentir el oleaje
en que a la fiebre sigue la desgana.
Pero el amante sabe, anochecido,
que lo suyo es el mar,
y sólo anhela ya tender los brazos,
asirse en el destrozo
a una palpitación que desafíe
a la muerte, salvarse de la muerte,
resistirla, burlarla.
Su tentativa alarga el regocijo
de la mañana, al parecer, y tiñe
su corazón de azul. Mas es inútil,
porque entre labio y labio se previene el filo del cuchillo.
Edifica el amor
su vana arquitectura sobre arena,
cerca de aquella rada donde gime
constante la palabra «fin», y es todo menos que aire, pues
está el corazón y el corazón
es cosa de la muerte.
Cuando el amante se hace olvidadizo
y va a poner su vida en otros ojos
por librarla, diciéndose: «Imposible
que aquí la encuentre», ignora
que el filo de un cuchillo
puede muy bien cortar una mirada.
Qué baldío forcejeo
entristece al amor. De muerte somos
más cada día, apresuradamente,
y aventurarse en las sutiles cuencas
de su dominio es el recurso único
para vencer. Así
lo introdujo Holofernes en su tienda
con requiebros de amor. En paz y a oscuras, a salvo con la muerte
de este pavor, de esta espantada huida a nuevas simas, de este cuerpo a cuerpo del amor, en la linde de la nada,
en esa linde peligrosa, aguda,
cortante como el filo de un cuchillo.
4
Mira el haz de la Tierra
y dice: «Todo es mío»;
el aljibe y: «Mañana con la escarcha, o esta noche, podré beber». Observa
las colinas y en su liviana curva
se complace. Al esclavo hiere y brota obediente la sangre.
«Todo es mío», repite. «Sueño mío.
Soy yo de otra manera».
César de un día, echa el amante suertes y se pierde a sí mismo, atravesando
el río que separa los pronombres.
«Seremos uno», y sigue
el agua la llamada
del mar, en tanto el cauce permanece
entre las dos riberas.
Tiene el amor una moneda, cuyo
reverso no permite efigie alguna,
y entre la sed de los amantes huye
lo irrepetible. (César
y nada.) La paloma blanca suele
anidar en la copa de los cedros
más altos. («Todo es mío».) El agua nunca viene: va siempre, va, desaparece
por detrás del color y la forma,
reflejando al amante absorto, mudo,
de pie ya al otro lado del espejo.
A solas con su herida
(«Hiero y brota la sangre... ») ve evadirse lo rojo y lo tenaz
de la culpa. Callar: eso es la muerte.
Antes éramos uno y todo quiere
la unidad. Esta carne,
esta desamparada resistencia,
se someterá cuando
caiga el octavo velo, su baluarte
y frontera. También muda de piel
a espaldas de diciembre,
en su letargo, la serpiente. Ansía
volver el César, y anda
sin pausa en busca siempre
de los idus de marzo.
(El agua va, la sangre viene...) El héroe es el gusano. El día
de desposarse con la primavera
que irrumpirá en el bosque
es antes de su adviento.
A la mitad de marzo hay un cobijo,
en el corazón último,
donde perdura en flor el no nacido
abril, y la oropéndola
es sólo el trino. Donde
«¿quién fui?», pregunta el César. Y sonríe.
5
Somos islas errantes. Solitarios
que corren juntos sin saber adónde.
Hecho está el juego, y se prohíbe ya
rectificar la apuesta: hay que adoptarlo, hay pendiente un designio.
Nos posee
aquello que creemos
poseer, y aquello que nos quema
no es más que el eco de una voz. Su nido tiene la golondrina en un calor
lejano, y respeta el heliotropo
mandatos de oro. Alguien
remueve las profundas aguas negras
y echa a volar después. En vano busco por la altamar caminos, huellas, contra las que oprimir mi pie y decir: «Estuve aquí otra vez y ardía. Reconozco
esta muerte, esta noche: son las mías.
Llevo en la frente su medida. Puedo
olvidar a los otros. Ofuscado
dormiré en la tiniebla sin estelas,
a la que el orto de la luna teme».
Pero el amor es una ardiente cábala
con sal trazada en medio de la espuma.
Ha de arrastrarse un corazón tras otro interminablemente, conspirar
con un cómplice en ese breve crimen
del abrazo. Qué sin sentido vamos.
Qué huérfanos de abril y de esperanza.
Trémulos como el ave
que perdió su canción y no la encuentra, y se ha olvidado de quién es y cuál
era su rama. En vilo mantenidos
la víspera de nada,
del peso de las alas prisioneros,
entre el aire total, sin rumbos, sobre el divino cantil, en que las islas
habrán de ser varadas para siempre
junto al agua nocturna e inmutable.
6
Hay tardes en que todo
huele a enebro quemado
y a tierra prometida.
Tardes en que está cerca el mar y se oye la voz que dice: «Ven».
Pero algo nos retiene todavía
junto a los otros: el amor, el verbo
transitivo, con su pequeña garra
de lobezno o su esperanza apenas.
No ha llegado el momento. La partida
no puede improvisarse, porque sólo
al final de una savia prolongada,
de una pausada sangre,
brota la espiga desde
la simiente enterrada.
En esas largas
tardes en que se toca casi el mar
y su música, un poco
más y nos bastaría
cerrar los ojos para morir. Viene
de abajo la llamada, del lugar
donde se desmorona la apariencia
del fruto y sólo queda su dulzor.
Pero hemos de aguardar
un tiempo aún: más labios, más caricias, el amor otra vez, la misma, porque
la vida y el amor transcurren juntos
o son quizá una sola
enfermedad mortal.
Hay tardes de domingo en que se sabe
que algo está consumándose entre el cálido alborozo del mundo,
y en las que recostar sobre la hierba la cabeza no es más que un tibio ensayo de la muerte. Y está
bien todo entonces, y se ordena todo, y una firme alegría nos inunda
de abril seguro. Vuelven
las estrellas el rostro hacia nosotros para la despedida.
Dispone un hueco exacto
la tierra. Se percibe
el pulso azul del mar. «Esto era aquello».
Con esmero el olvido ha principiado
su menuda tarea...
Y de repente
busca una boca nuestra boca, y unas
manos oprimen nuestras manos, y hay
una amorosa voz
que nos dice: «Despierta.
Estoy yo aquí. Levántate». Y vivimos.
Llevaba ya años retirado de la circulación. Llegué a pensar que se había muerto. Lo recuerdo con su pañuelo al cuello, vestido de manera exquisita y con uno de sus 3000 bastones. Disfrutaba oyéndose hablar. Los demás, por lo general, también. Se recreaba en sí mismo como objeto de creación/adoración estetica. Era un dandi. En el país de los zafios, brillaba con luz propia. De la estirpe de Oscar Wilde, aunque nacido en Brazatortas, provincia de Ciudad Real. Ejercía de caballero andaluz, con todos los manierismos propios del sur. Había quien consideraba a Antonio Gala cursi y relamido. Hasta cierto punto, lo era. Pero el personaje a mí me resultaba encantador: culto, fino, irónico, tolerante, a su modo progresista, entre el señorito de la copla y un romano de la decadencia, con toda la historia a sus espaldas. Tiene poemas, obras de teatro y alguna novela dignas de ser leídas y disfrutadas. Además, fue un gran articulista. Descanse en paz don Antonio Gala.
ResponderEliminarUn saludo.
Gracias, Alberto. Si alguien quiere leer algo suyo, recomendaría los libros de artículos como, por ejemplo, «Charlas con Troylo».
ResponderEliminarSalid y libros.