Título: Un caballero a la deriva Autor: Herbert Clyde Lewis
Páginas: 148 pág.
Editorial: Periférica
Precio: 17 euros
Año de edición: 2023
Henry Preston Standish es un caballero neoyorquino de 35 años licenciado por la Universidad de Yale. Vive con su mujer y sus dos hijos en una vivienda amplia y elegante. Trabaja de corredor de bolsa. Su vida es la propia de un triunfador de clase alta. Educado, elegante, siempre atento a las formas y los modales, reacio a la expresión de los sentimientos, amable pero no efusivo, muy trabajador, porque la ética puritana de la obra bien hecha es un imperativo categórico, un perfecto ejemplo, en definitiva, del gentleman anglosajón clásico. Moderación y recato. Aburrimiento. Pedigrí: las raíces familiares de Standish se remontan al siglo XVII, lo que equivale en los EE. UU. a la sangre azul de la rancia aristocracia europea.
Sin embargo, el señor Standish se siente agobiado por su vida ordenada y metódica, pero algo estéril. Parece sufrir una crisis existencial, una toma de conciencia, algo confusa y oscura, del vacío anímico que sufre. Emprenderá un largo viaje, sin ser capaz de racionalizar del todo su curiosa decisión. El «Arabella» surca el Pacífico rumbo a Panamá. Standish se levanta muy temprano. Sube a la cubierta. Son las cinco de la mañana. La nave está a oscuras. Todos duermen. Amanece. Una espléndida aurora tiñe de rosa las aguas tranquilas. De repente, resbala y cae: hombre al agua. No se entera nadie.
Este inesperado chapuzón es el eje de «Un caballero a la deriva» (1937), la espléndida novela de Herbert Clyde Lewis. Se trata de una narración elegante y concisa. Las diferentes piezas (el fatal accidente; la relación que mantiene el protagonista con su familia, amigos, socios y subordinados; el ojo ajeno que enjuicia y se equivoca) encajan con la exactitud de un mecanismo de relojería. En unas pocas horas de angustia la mente de Standish pasa revista a la vida: la suya real y la que podría haber vivido.
Perdido en medio del océano, Standish ve alejarse el barco. Más que miedo, al principio experimenta una estúpida vergüenza por su torpeza (menos mal que no le ha visto nadie; esa idea, disparatada en semejante circunstancia, pasa como un relámpago por su cabeza). La mayoría de los hombres son bastante insignificantes. Nuestro caballero no deja un hueco perceptible entre los pasajeros del barco. La tripulación no repara en su ausencia hasta mucho tiempo después. El cocinero tira su desayuno, huevos escalfados, a la basura, por la misma vía por la que se precipitó al océano. Un camarero de pocas luces limpia su habitación y hace las camas. Un amigo piensa un instante en él para luego olvidarle. Tiene otras cosas de las que preocuparse. Y la nave va. Pero un pasajero se ha quedado atrás. Resulta tan borroso que parece no haber existido jamás.
En el agua, atónito por su desgracia, Standish va derivando de la incredulidad a la resignación. Los minutos pasan y nada sucede en esa superficie azul siempre monótona e idéntica. A medida que se va despojando de sus ropas para flotar mejor, el hombre ve cómo el «Arabella» se va poco a poco empequeñeciendo, hasta convertirse en un diminuto punto en el horizonte, para finalmente desaparecer. El barco se aleja, crece la desesperación del pobre náufrago. Tumbado boca arriba, en posición de muerto, desnudo, sin papeles ni identidad, Standish no puede creer en lo absurdo de su situación. El agua lo lame perezosamente. Quiere engullirlo. Sus gritos resuenan en la nada de un océano indiferente. Los demás hombres siguen con sus vidas, ajenos por completo a su desdicha. Como si estuvieran en otro planeta.
Qué disparate, se repite, haber resbalado en esa maldita mancha de aceite. Mis antepasados eran gente seria. Ellos jamás habrían dado un traspiés tan fatal. Está claro que soy la oveja negra de la familia, yo, el hombre más convencional del mundo, pura tranquilidad, decoro y buenas palabras. ¿Cómo me puede pasar esto precisamente a mí? Esta pesadilla es tan irreal que solo a ratos soy capaz de entenderla. Hay momentos en que pienso que es otro quien se ha caído al agua. Lo miro con atención, desde lejos, hasta darme cuenta de que ese ser bamboleado por las olas como un pelele en realidad soy yo mismo, un punto imperceptible, precario, olvidado, deslavazado, que se va hundiendo y hundiendo. El desgraciado Standish se agarra a la esperanza como el pintor sin escalera a la brocha. El barco dará la vuelta, me encontrará y me salvaré. Tranquilo. No te dejes dominar por el terror. Mantente a flote. Respira.
«Un caballero a la deriva» es una pequeña joya, bien pulida y con aristas cortantes. La posibilidad de que solos e ignorados nos zarandee la vida por un ligero desliz inconsciente es quizá la dura enseñanza que se saca leyendo estas pocas páginas. Con el trasero al aire, nos encontramos ante la inmensidad desconocida. Si cosas así le ocurren a un americano joven, rico, inteligente y optimista como el caballero Henry Preston Standish, de Nueva York, ¿qué no nos podría pasar a los demás mortales, con bastantes menos credenciales? Enseñanza esta entre existencial e irónica que no cabe meter en saco roto. En definitiva, debe leerse esta excelente novelita y disfrutar malévolamente de lo mal que lo pasa el señor Standish.
Herbert Clyde Lewis (1909-1950) fue un novelista norteamericano que vino a este valle de lágrimas en Nueva York. Sus padres eran inmigrantes rusos de ascendencia judía y lengua yiddish. Lewis trabajó en China como reportero entre 1930 y 1932. De regreso a casa, se casó y tuvo dos hijos. Abandonó su oficio de periodista e intentó vivir de la pluma como escritor independiente. Vendía relatos a Esquire. En 1937, año de la publicación de «Un caballero a la deriva», se declaró muy propiamente en bancarrota. En Hollywood se abrió camino como guionista para la MGM. Obtuvo una nominación al Óscar. Volvió a Nueva York y de nuevo al periodismo, esta vez para el New York Herald Tribune. Sus últimos años fueron duros y tristes. A Lewis lo persiguieron los cancerberos del senador McCarthy por rojo y acabó en la lista negra. Cayó en la miseria, el alcoholismo y la depresión. Un ataque al corazón lo fulminó con apenas 41 años.
Publicado por Alberto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario