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viernes, 21 de octubre de 2022

El hombre que salvó los cerezos - Naoko Abe

 

Título: El hombre que salvó los cerezos                                                                          Autora: Naoko Abe

Páginas: 448 pág.

Editorial: Anagrama

Precio: 21,90 euros

Año de edición: 2021

Los cerezos son uno de los símbolos nacionales de Japón. Su belleza ha saltado fronteras. En España, son justamente famosos los cerezos del Valle del Jerte, en Cáceres, que en primavera envuelven las montañas en una hermosa nube blanca con matices rosados. Los japoneses, antes de mediados del siglo XIX, valoraban la variedad de sus cerezos. A partir de ejemplares silvestres los hábiles jardineros nipones crearon nuevas especies artificiales. Los viajeros extranjeros difundieron por occidente el arte del cerezo japonés. Uno de ellos fue el caballero inglés Collingwood Ingram (1880-1981). Este anglosajón alto y elegante se enamoró de los cerezos. La periodista japonesa Naoko Abe nos cuenta su historia. 

Vástago de una rica familia victoriana, Collingwood disponía de rentas suficientes para dedicarse a lo que realmente le importaba: la ornitología y los cerezos. Primero se aficionó a los pájaros, convirtiéndose en uno de los grandes ornitólogos británicos. Era capaz de distinguir centenares de aves por su canto. Dibujaba con verdadero talento. En 1902, 1907 y 1926 viajó a Japón, aquel país remoto y poético que acababa de salir de la edad media. Ingram apuntó en su diario de 1902: «Por falso que pueda parecer a los no iniciados, aquí en Japón el ser humano añade y no quita belleza a su país». Los cerezos atrajeron su atención. Se llevó semillas y esquejes al Reino Unido. Tras la Primera GuerraMundial adquirió una residencia campestre en Kent. Allí levantó un maravilloso jardín de cuento de hadas. Muchas de sus especies de cerezo se difundieron por todo el mundo. Este es el gran legado de Collingwood Ingram

Naoko Abe entreteje la vida de Ingram con la historia nipona. Con destreza y un estilo ágil y claro, cuenta cómo el simbolismo del cerezo fue cambiando a la vez que cambiaba la identidad colectiva del país. En el Japón feudal la variedad era la norma. En un mundo atomizado, los habitantes del archipiélago no eran todavía exactamente «japoneses». Primaban el localismo y la lealtad a los jefes aldeanos. El emperador era un débil símbolo recluido en Kioto. El poder real lo tenía el sogún junto con los señores feudales o daimios. Los míticos samuráis eran mercenarios de los señores. Obedecían al código de honor del bushido o camino del guerrero. Japón, desde el siglo XVII, se había recluido en sí mismo temeroso del colonialismo occidental. A partir de 1850 tuvo que abrirse al mundo. En unas décadas, a partir de la restauración Meiji, pasó a ser una nación moderna y desarrollada. 

Pero construir una nación moderna implica simplificar y centralizar. Eliminar la vieja pluralidad regional aplicando un diseño nacional ex novo. Los cerezos no se libraron de la estandarización. Las especies silvestres fueron abandonadas a su suerte. El cerezo nacional Somei-yoshino (que no existía antes de 1860) se convirtió en el árbol patriótico por excelencia del nuevo Japón. Se difundió por todo su territorio a la vez que lo hacían las escuelas, los ferrocarriles o el servicio de correos. Los cerezos y los súbditos del emperador se cultivaban con idéntico espíritu de uniformidad. Con el crecimiento económico, Japón se lanzó a la aventura imperialista. En los años 30 era ya una potencia totalitaria controlada por los militares. El desastre se acercaba. 

Así que el cerezo se adornó con los arreos del militarismo fascista. El emperador era un Dios viviente. Todos los japoneses le debían fidelidad hasta la muerte. Se difundieron poemas patrióticos en donde los reclutas japoneses se comparaban con los pétalos que caen de las flores del cerezo. Una reveladora metáfora macabra y cursi. Las almas de los héroes japoneses resucitarían en el santuario sintoísta de Yasukuni como resurgen los cerezos en primavera: «Tú y yo somos hermanos como flores de cerezo/ aunque caigamos en distintos campos de batalla/ volveremos a juntarnos en el santuario de Yasukuni/ como en la primavera se juntan las flores del cerezo». Los kamikazes llevaban pintadas flores de cerezo en el fuselaje de sus aviones. Escribían poemas horas antes de estrellarse contra el primer acorazado americano: «Las flores de cerezo caen/ unas tras otra/ También yo quiero caer/ y dejar mi fragancia/ en la tierra de Yamato». Las niñas de los colegios los despedían agitando ramas de cerezos en flor. 

El resultado de lo que Naoko Abe llama la ideología del cerezo fue terrible: millones de muertos y Japón convertido en una ruina humeante. 

El cerezo se liberó de la manipulación fascista después de la catástrofe. Antes de la guerra, Collingwood Ingram había advertido del peligro que suponía la uniformidad para la supervivencia del cerezo. Lo ideal era que existieran diferentes tipos de cerezo. En su jardín de Benenden el naturalista británico recuperó algunas especies medio extinguidas en Japón. Las acabaría devolviendo a su país de origen en un admirable gesto ecuménico. El cerezo empezó a convertirse en un símbolo universal de la belleza porque representa la maravilla, heterogeneidad y espontaneidad de la naturaleza. Los hombres participan de esa multiplicidad. El árbol nacional japonés es ahora patrimonio de todos. Algo que no gustará nada a los etnicistas de toda laya, aficionados a trazar rayas artificiales como si se tratara de mandatos divinos.  

«El hombre que salvó los cerezos» es un libro de grata lectura. Su estilo elegante, sencillo y eficaz no pesa ni aburre. Naoko Abe evita sabiamente lecciones de botánica que asustarían a cualquiera. De manera certera, enmarca las vicisitudes de los cerezos dentro de la atormentada historia del siglo XX. El retrato que ofrece de Collingwood Ingram es notable: un hombre peculiar, muy inglés, erudito y algo excéntrico, que con cien años recién cumplidos se levantaba temprano para contemplar a sus mejores amigos: los cerezos. 

Naoko Abe

Naoko Abe es una periodista y escritora japonesa. Oriunda de Nagoya, se crió en Tokio y su padre era también periodista. No obstante, nada menos que 14 generaciones de la familia Abe fueron médicos de renombre, al menos desde 1560. Durante años, cubrió la información política en el diario Mainichi Shimbun, uno de los más importantes de Japón. En 2001 se mudó a Londres con su familia. Su acceso a los archivos de Collingwood Ingram le permitió escribir «El hombre que salvó los cerezos», que en su primera edición japonesa de 2016 ganó el Premio Nihon Essayist Club.

Publicado por Alberto.

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