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domingo, 27 de marzo de 2022

El miedo - Leonardo Sciascia

           Leonardo Sciascia (Foto Fondazione Leonardo Sciascia)

El miedo

Era la típica kermés de las ciudades de provincia del sur: con su elección de la miss, su orquesta de jazz, su presentador de televisión y sus cantantes, su certamen de poesía; y además, para acabar de rematarlo, una exposición de arte sacro.

Los periodistas se habían desplazado casi todos en avión hasta Palermo y Catania; y habían llegado al lugar de la fiesta después de un par de horas de tren; un par de horas lentas en las que continuamente el campo de un verde tenue se abría como un abanico y de improviso se cerraba entre cordales arcillosos en la enrocada desolación de las haciendas. Ahora deambulaban por la ciudad en grupos, fotografiando iglesias barrocas y niños harapientos, y comentaban con amarga ironía el presupuesto, de una decena de millones, de la fiesta; en una ciudad que ofrecía, en los barrios populares, cuadros de una miseria atroz; en la que una cuarta parte de la población estaba inscrita en el registro de los pobres; que tenía sus colegios, casi todos los colegios entre básica y secundaria, en viejos conventos.

La fiesta tenía programa para toda una semana. Se abría con la exposición de arte sacro, picassadas sobre la última cena y el descenso de la cruz. Luego venía la elección de la miss. Y luego el certamen de poesía. Tres días para los enviados de prensa: el resto del programa, un festival de viejas y nuevas canciones, de viejas y nuevas voces, quedaba en exclusiva para los autóctonos; y sobre todo ese cuarto de población inscrito en el registro de los pobres: pues en su munificencia la comisión organizadora había decidido que el festival se celebrase en la calle.

La segunda noche, la de la elección de la miss, un banco local ofreció a las autoridades, a la comisión y a los periodistas Una cena: en el nuevo hotel de la ciudad (con todas las comodidades salvo agua), que disponía de un espacioso salón comedor y una buena cocina.

Los periodistas se sentaron al lado de las esposas de los funcionarios del banco y de la prefectura y de los señores de la comisión: la conversación giró en torno a ciudades extranjeras, balnearios y novelas de éxito. La mujer del viceprefecto, que en verano había estado en España, se sentó junto al corresponsal de un gran periódico del norte que de España conocía cada ciudad, cada pueblo, cada costumbre, cada comida; y no solo porque su oficio lo llevara de vez en cuando, casi regularmente, hacia esas tierras en busca, para el gran periódico en el que trabajaba, de color local y antifascismo (pues un poco de color local y de antifascismo son ingredientes de algunos de los periódicos del norte); sino porque en España había hecho la guerra, la guerra de España, la de Franco contra los rojos, como solía llamarla la mujer del viceprefecto. Y quedó maravillada, la señora, y ligeramente indignada, cuando el periodista puntualizó que él en la guerra había combatido contra Franco, de la parte de los rojos. «Un hombre tan simpático, tan distinto» se lamentó para sí la señora. Luego pensó que los hechos de esa guerra tampoco eran tan claros; y el periodista, que por entonces debía de ser un chaval, por inexperiencia y por furor juvenil podía haberse equivocado a la hora de elegir el bando por el cual combatir. La juventud de los hombres (la de las mujeres mucho menos) está llena de errores, y a un hombre simpático no debe de condenárselo por esos errores. De modo que la señora continuó con el relato de su viaje: en automóvil, se entiende; por la vía Apia, para más precisión; y bajo un sol de justicia. Por suerte había paradores: buenos platos, refrigerio, reposo, y por pocas pesetas. Las horas más calientes del día, en los paradores; las mañanas y las tardes, en la carretera. Es bonito viajar en automóvil, solo que a veces ocurren pequeños incidentes, pequeñas averías, los fastidiosos pinchazos. Ellos (ella, su marido el viceprefecto, y la pareja de amigos que viajaba con ellos) habían tenido una avería a cincuenta kilómetros de Madrid, antes de llegar a Guadalajara; a más de cincuenta kilómetros, pensándolo bien. El viceprefecto pensó que ese nombre, Guadalajara, seguía siendo causa de calamidades para los italianos: de los italianos puros como él, claro está; pero la señora, por delicadeza, no refirió al periodista esa consideración de su marido. Total: que tuvieron que remolcarlos con una pareja de bueyes hasta el pueblo más cercano, que tenía un nombre curioso y una deliciosa placita: una placita de primer acto de El barbero de Sevilla. Un nombre curioso: sonaba como Trinquete.

― Trijeque ―dijo con improvisada turbación el periodista.

La mujer percibió en su voz una emotiva alteración, lo miró con estupor y dijo:

― Sí, Trijeque… Pero usted…

― Una placita fortificada, la fuente…

― Sí.

― Había un café bajo los pórticos…

― Todavía está: nos tomamos un café que no estaba mal, casi como el de Italia… Pero usted…

La señora sentía curiosidad, en esa placita de primer acto vislumbraba una historia de amor, como de película de guerra.

― Pasé mucho miedo en esa placita ―dijo el periodista, pero le pareció que no eran cosas de ir contándole a la señora del viceprefecto y se volvió hacia el señor que tenía enfrente, con aspecto de funcionario de banca: desde hacía unos minutos seguía su conversación con atención.

― ¿Miedo? ―preguntó la señora.

― Miedo, sí ―dijo el periodista mirando al funcionario de banca―. El miedo de cuando no se le ve la cara al peligro, de cuando se intuye la insidia, la emboscada, la muerte: El miedo sin objeto, como una dilatación vacía del ser…

El funcionario de banca asintió moviendo la cabeza, con una sonrisa de comprensión.

― Trijeque era tierra de nadie: un pueblo abandonado, vacío. Llegamos una patrulla de siete hombres: de noche, un cielo tachonado de estrellas; el agua de la fuente tenía un sonido irreal, y acentuaba la sensación de frío; era marzo…

― Nueve de marzo ―dijo el funcionario de banca.

― Sí ―dijo el periodista, sin comprender el sentido de esa puntualización, absorto como estaba en el recuerdo―, sí, creo que era nueve de marzo… Salimos a la placita casi de puntillas: un silencio mortal, nuestros murmullos resonaban como en un calabozo de piedra. Bajo los pórticos, todos los comercios estaban abiertos, incluso el café. Entré encendiendo la linterna, recorría la barra y los estantes con el ojo de luz: solo había dos o tres botellas. Mis compañeros me susurraron algo, yo dije que quería llevarme una botella, susurrando en todo momento. Fui detrás de la barra y agarré una botella: coñac, el omnipresente coñac. Me llevé otra: estaba mejor. Tío Pepe…

― Excelente vino ―dijo la señora.

― Excelente vino… Y en ese momento percibí el peligro, la muerte… No puedo decir que notara nada sospechoso, ningún crujido, ningún ruido: nada, solo el asalto repentino de la inquietud, del miedo… Apagué la linterna y decidí salir de detrás de la barra, con cuidado, la botella en una mano y la linterna en la otra. Tras rodear el banco llegué a la puerta, me encontré fuera de un salto, me eché a un lado, me guardé la linterna en el bolsillo y saqué la pistola. Dentro del café se oyó un ruido: ahora sí que era un ruido, definido, de alguien que se movía con cautela entre las mesas y las sillas. Di otro salto y me escondí detrás de las columnas del pórtico, mirando hacia la puerta del café. Agucé la mirada entre la oscuridad de la placeta. Mi patrulla no se veía, no se oía. Sin abandonar el reparo de la columna, como a cubierto de una mira que pudiera verme desde el umbral del café, empecé a retroceder hacia la fuente: cuando toqué el borde, frío como el hielo, sentí, y digo sentí, así, sin una razón concreta, que detrás de la columna que me había servido de parapeto, al otro lado, había alguien. Y entonces…

― Dio la vuelta a gatas a la fuente para esconderse detrás de ella, y desde allí pasar al otro lado del pórtico ―dijo el funcionario de banca.

― ¡Cielo santo! ―dijo el periodista― pero usted…

― Su miedo era yo ―dijo el funcionario de banca―. Y le aseguro que tenía buenos motivos para tener miedo: habría podido matarlo dentro del café; y también fuera, desde detrás de la columna…

― ¡Cielo santo! ―repitió el periodista poniéndose en pie.

El funcionario de banca se levantó también. La señora del viceprefecto fue testigo del apretón de manos entre los dos hombres, que casi estaban llorando. «Qué cosas tiene la vida», pensó la señora; y entonces le preguntó al funcionario de banca:

― Pero usted estaba con Franco, ¿no?

― Sí, con Franco: voluntario, voluntario de verdad.

― Ahora ya… ―dijo el periodista extendiendo las manos, como dando a entender que todo había terminado.

― Sí, ahora ya… ―dijo como un eco el funcionario de banca, repitiendo también su gesto.

Se pasaron el resto de la comida hablando de la guerra de España, dejando a la señora totalmente al margen. Luego se fueron a pasear por la ciudad, hasta el amanecer: la ciudad vacía y silenciosa como aquella noche, 9 de marzo de 1937en Trijeque. Pero cuando se saludaron ante la puerta del hotel, el periodista dijo (pues se habían contado la vida entera: el trabajo, la familia, las ideas):

― Éramos mejores cuando estábamos a punto de dispararnos.

Y era cierto.

Leonardo Sciascia, 1962 

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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