Almudena Grandes (Madrid, 1960-1921), la gran escritora que nos dejó hace poco, nos ofreció en 2018 este pregón de las Fiestas de San Isidro. Gracias, Almudena:
Queridos vecinos, queridas vecinas, camaradas y cómplices de los trabajos y los placeres de la vida en Madrid, gracias por haber venido. Querida alcaldesa, gracias sobre todo a ti, por invitarme hoy a este balcón, un espacio muy pequeño y, al mismo tiempo, el más grande al que puede aspirar una madrileña. Nadie de mi familia había llegado tan lejos desde que en 1932, mi tía abuela Camila Rodríguez fue elegida Miss Chamberí en la verbena del Carmen, que se celebraba entonces en el solar donde ahora se levanta el mercado de Barceló, o sea, enfrente de mi casa.
Esas son mis raíces. Cuando era pequeña, echaba de menos un lugar al que volver en Navidad, porque mis amigas se iban a algún pueblo, o a Galicia, a Sevilla, a Barcelona, donde tenían tíos, primos, casas de piedra con jardines repletos de helechos de un metro de altura, patios azulejados con buganvillas que trepaban hasta el techo, pisos antiguos en avenidas remotas donde comían canelones el 26 de diciembre. Yo siempre me quedaba en Madrid, donde vivían todos mis tíos, todos mis primos, e iba a las fiestas familiares andando, porque la casa de mis abuelos paternos estaba en Fuencarral 92, a la vuelta de la esquina, y la de los maternos en la calle Lope de Vega, justo enfrente de la iglesia de las Trinitarias, total, un paseo, y cualquiera coge un taxi en Navidad, con los atascos que se forman, y como el metro va hasta arriba, pues tampoco merece la pena…
Esas fueron las enseñanzas que recibí de mis mayores. Mientras mis amigas memorizaban los nombres de los árboles y las señales que distinguen las setas venenosas de las comestibles, mientras aprendían a bailar sevillanas o miraban al mar, a mí me enseñaron que mejor andando que en metro, mejor en metro que en autobús, hay que llegar adonde sea media hora antes para poder entrar, y como fuera de casa, no se está en ninguna parte. La lección principal —tú tranquila, que aquí no eres nadie y nunca lo serás—, era tan obvia que no se molestaron en explicármela con palabras.
Como un hada madrina populachera y generosa, Madrid hace a sus hijos dos regalos en el instante de su nacimiento. Uno es el agua, la incomparable delicia de beber directamente del grifo. El otro es el anonimato. Porque en esta villa plebeya, que se enorgullece de su condición tanto o más que otras de sus viejos y aristocráticos blasones, nadie es más que nadie. A los madrileños nos traen sin cuidado los orígenes, los apellidos y la distinción de nuestros conciudadanos. Yo lo sé bien, porque no tengo otro lugar de donde ser, unos tatarabuelos míos tenían un café en la Red de San Luis, nunca he pronunciado una frase con los pronombres correctos, hablo demasiado deprisa, me como la última ‘d’ de todos los participios, y hasta llevo el nombre de la patrona, pero ni uno solo de esos atributos me ha servido jamás de nada, nunca me ha servido para nada, en esta bendita ciudad que carece radicalmente de vocación de sociedad cerrada, dividida en estratos de familias viejas y advenedizas.
Ese es el Madrid que amo, un caos misteriosamente ordenado, la Villa que se ha fundado a sí misma a espaldas de Palacio, y que no es distinguida, ni falta que le hace. La corte de los milagros, claro que sí, porque ¿acaso no es un milagro el azul —hoy no— del cielo que nos cubre? Aunque, para milagros, los del santo, nuestro Isidro, que fue capaz de convertir el descanso en fervor, la pereza en una hazaña de los laboriosos ángeles. No existe patrón más vago, ni más simpático, tampoco más digno de una ciudad como la nuestra, esta impecable síntesis del brillo y la cochambre.
Madrid es una ciudad que se quiere poco, mucho menos de lo que debería. Frente al narcisismo contumaz de los habitantes de otras capitales, que alardean de no viajar porque afirman que la suya ya es la ciudad más bella del mundo, muchos madrileños se pasan la vida diciendo que esto es un asco y que se van a ir, aunque nunca se vayan. Madrid es una ciudad muy hermosa, una urbe inmensa, con grandes edificios, con amplias avenidas, con parques antiguos y muchísimos árboles, y sin embargo, seguimos escuchando a diario las célebres tonterías del secarral y del poblachón manchego. Todos los días alguien se burla del Manzanares porque no entiende nada. Que el verdadero río de Madrid es La Castellana. Que su virtud suprema es la velocidad. Que su patrimonio más valioso es su espíritu de resistente, la feroz determinación con la que se aferra a la vida hasta en los momentos peores, que los hemos tenido, y han sido muchos, y muy malos.
Vivimos en una capital que, sin renunciar nunca a su condición, siempre se ha empeñado en ejercerla a contracorriente, separando la Villa de la Corte, enorgulleciéndose de atributos villanos que capitales más pequeñas, menos importantes, despreciarían. Esa es su grandeza, el tesoro que transmite en herencia a sus descendientes. Porque aquí, lo vetusto brilla más que lo nuevo, la gracia que florece en las aceras es más elegante que la moda de los escaparates, y el barullo de las mañanas de domingo, de las noches de verano, resulta mucho más poderoso, más embriagador que la belleza canónica de los monumentos.
Las hazañas del pueblo de Madrid son más nobles, más ejemplares, más heroicas que los escudos que coronan sus aristocráticas fachadas. Capital del dolor, capital de la gloria, esta es la ciudad que nunca se detiene, una superviviente capaz de renacer una y otra vez de sus propias cenizas. Aquí nunca hemos tenido mar, ni Olimpiadas, ni Exposiciones Universales. Pasamos en un suspiro de ser la capital mundial del antifascismo a convertirnos en la capital del único fascismo superviviente en Europa, una oscura ciudad de funcionarios que bebían café con leche. Eso seguían diciendo cuando Malasaña, que es mi barrio, hervía ya todas las noches. Ninguna apuesta es más arriesgada que darnos por muertos.
Y aquí estamos otra vez, más vivos que hace tiempo, dispuestos a hacer lo que mejor sabemos, estar fuera de casa, colonizar las calles, apropiarnos de las plazas y los jardines para bailar, para cansarnos, para resistir hasta el último aliento, más chulos que un ocho. Los más jóvenes verán amanecer al fresco, se tomarán un chocolate con churros mientras la primera intuición de la luz aclare apenas el cielo, y sólo se irán a la cama cuando hayan empezado a trabajar los barrenderos. Los que ya no lo somos, jóvenes, recordaremos nuestras propias noches infinitas con una envidia sonrosada y sana, y tomaremos el relevo a media mañana.
Hemos cambiado mucho y no hemos cambiado nada. Ahora somos más variados, más altos. Yo creo que también más guapos, porque hay madrileñas con ojos rasgados, madrileños con la piel de ébano, chulapos andinos, chulaponas eslavas, chilabas, turbantes, túnicas de todos los colores, ecos de lenguas imposibles y bellísimas en los vagones del metro. Ellos, ellas somos nosotros, nosotros somos todos, y todos somos Madrid, una ciudad enamorada de la felicidad.
Tenemos que aprender a amarla, y la mejor manera de lograrlo es ser felices, así que ya sabéis lo que tenéis que hacer. Sed muy felices en estas fiestas de San Isidro, pero no rompáis nada, por favor. Recordad que Madrid no es sólo nuestra. Es también de los madrileños, de las madrileñas del futuro. Cuidémosla porque algún día de mayo, alguien que no ha nacido aún saldrá a este balcón para sentir la misma emoción que siento yo ahora mismo, al pronunciar la última palabra de este pregón.
Almudena Grandes, mayo de 2018
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
Simplemente maravillos. Gracias Almudena
ResponderEliminar