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domingo, 31 de octubre de 2021

Una pasión - Guy de Maupassant

 

Una pasión

 La mar estaba brillante y en calma, apenas movida por la marca, y en el espigón toda la ciudad del Havre miraba cómo entraban los navíos. Se los veía a lo lejos, numerosos: unos, los grandes navíos, empenachados de humo; otros, los veleros, arrastrados por remolcadores casi invisibles, irguiendo sobre el cielo sus mástiles desnudos, como árboles despojados.

Acudían de todos los puntos del horizonte hacia la estrecha boca del muelle que se comía a aquellos monstruos; y gemían, gritaban, silbaban, expectorando chorros de vapor como un aliento jadeante.

Dos jóvenes oficiales paseaban por el malecón, atestado de gente, saludando, saludados, deteniéndose a veces a charlar. De pronto, uno de ellos, el más alto, Paul de Henricel, apretó el brazo de su compañero, Jean Renoldi, y después, en voz baja le dijo: «Mira, ahí tienes a la señora Poinçot; fíjate bien, te aseguro que te guiña el ojo».

Ella se acercaba del brazo de su marido, un rico armador. Era una mujer de unos cuarenta años, aún muy hermosa, algo gruesa, pero que se conservaba tan fresca como a los veinte años gracias a sus carnes. La llamaban, entre sus amigos, la Diosa, a causa de su altivo porte, de sus grandes ojos negros, de toda la nobleza de su persona. Siempre había sido irreprochable; jamás una sospecha había rozado su vida. La citaban como ejemplo de mujer honorable y sencilla, tan digna que ningún hombre había osado pensar en ella.

Y he aquí que desde hacía un mes Paul de Henricel afirmaba a su amigo Renoldi que la señora Poinçot lo miraba tiernamente, e insistía: «Puedes estar seguro de que no me equivoco; lo veo con claridad, te ama; te ama apasionadamente, como una mujer casta que nunca ha amado. Los cuarenta años son una edad terrible para las mujeres honestas, cuando tienen sentidos; se vuelven locas y hacen locuras. Esta está tocada, amigo mío; como un ave herida, cae, va a caer en tus brazos... Mira, fíjate».

La corpulenta señora, precedida por sus dos hijas, de doce y quince años, se acercaba, pálida de repente al divisar al oficial. Lo miraba ardientemente, con la vista fija, y no parecía ver nada más a su alrededor, ni a sus hijas, ni a su marido, ni al gentío. Devolvió el saludo de los jóvenes sin bajar la mirada, inflamada por una llama tal, que por fin una duda penetró en la mente del teniente Renoldi.
Su amigo murmuró: «Estaba seguro. ¿Lo has visto esta vez? ¡Caray, todavía es un bocado apetitoso!».

Pero Jean Renoldi no quería intrigas mundanas. Poco buscador de amores, deseaba ante todo una vida tranquila y se contentaba con las relaciones ocasionales que un joven siempre encuentra. Todo el acompañamiento de sentimentalismo, las atenciones, las ternuras que exige una mujer bien educada, le aburrían. La cadena, por ligera que fuese, que ata siempre en una aventura de esta índole, le daba miedo. Decía: «Al cabo de un mes estoy hasta las narices, y me veo obligado a aguantar seis meses por educación». Además, una ruptura le exasperaba, con las escenas, las alusiones, las insistencias de la mujer abandonada.
Evitó encontrarse con la señora Poinçot.

Ahora bien, una noche se halló a su lado, en la mesa, en una cena; y tuvo sin cesar sobre la piel, en los ojos y hasta en el alma, la mirada ardiente de su vecina; sus manos se encontraron y, casi involuntariamente, se estrecharon. Era ya el comienzo de una aventura.

Volvió a verla, siempre a pesar suyo. Se sentía amado; se enterneció, invadido por una especie de piedad vanidosa ante la violenta pasión de aquella mujer. Se dejó adorar, pues, y se mostró simplemente galante, esperando no pasar de este sentimiento.
Pero ella le dio un día una cita, para verse y charlar libremente, decía. Cayó en sus brazos, desfallecida; y él se vio forzado a ser su amante.

Aquello duró seis meses. Ella lo amó con un amor desenfrenado, anhelante. Encerrada en aquella pasión fanática, ya no pensaba en nada; se había entregado por entero; su cuerpo, su alma, su reputación, su posición, su dicha, todo lo había arrojado a aquella llamarada de su corazón, como se arrojaban, en un sacrificio, todos los objetos valiosos a una hoguera.

Él estaba harto desde hacía tiempo y añoraba vivamente sus fáciles conquistas de guapo oficial; pero se hallaba atado, retenido, prisionero. Ella le decía a cada momento: «Te lo he dado todo, ¿qué más quieres?» A él le entraban ganas de responder: «Pero yo no te pedía nada, y te ruego que recobres lo que me has dado». Sin preocuparse de que la vieran, de comprometerse, de perderse, ella iba a su casa todas las tardes, cada vez más inflamada. Se lanzaba a sus brazos, lo estrechaba, se deshacía en besos exaltados que a él le fastidiaban horriblemente. Decía con voz cansada: «Vamos, sé razonable». Ella respondía: «Te amo», y se desplomaba a sus pies para contemplarlo un buen rato en actitud de adoración. Bajo aquella mirada obstinada, él se exasperaba por fin, quería levantarla. «Vamos, siéntate, charlemos». Ella murmuraba: «No, déjame», y allí se quedaba, en éxtasis el alma.

Él le decía a su amigo De Henricel: « Acabaré pegándole, ¿te enteras? No quiero saber nada, no quiero saber nada. Es preciso que esto acabe, ¡y en seguida! ». Luego añadía: « ¿Qué me aconsejas? ». El otro respondía: «Rompe». Y Renoldi agregaba, encogiéndose de hombros: «Te tiene sin cuidado. ¿Crees que es fácil romper con una mujer que te martiriza con sus atenciones, que te tortura con su deferencia, que te persigue con su ternura, cuya única preocupación es agradarte y su único error haberse entregado a su pesar?».
Pero he aquí que una mañana se supo que el regimiento iba a cambiar de guarnición; Renoldi se puso a bailar de alegría. ¡Estaba salvado! ¡Salvado sin escenas, sin gritos! ¡Salvado! ... ¡Ya sólo era cuestión de aguantar dos meses! ... ¡Salvado!

Por la tarde, ella entró en su casa aún más exaltada que de costumbre. Sabía la horrible noticia, y sin quitarse el sombrero, cogiéndole las manos y apretándolas nerviosamente, le clavó los ojos, y con voz vibrante y resuelta dijo: «Vas a marcharte, lo sé. Al principio sentí el alma rota, luego comprendí lo que tenía que hacer. Ya no vacilo. Vengo a traerte la mayor prueba de amor que pueda ofrecer una mujer: te sigo. Por ti abandono a mi marido, a mis hijas, a mi familia. Me pierdo, pero soy feliz; me parece que me entrego a ti de nuevo. Es el último y mayor sacrificio: ¡Soy tuya para siempre! ».

Sintió él un sudor frío en la espalda, y fue presa de una rabia sorda y furiosa, una cólera de ser débil. Sin embargo, se calmó, y con tono desinteresado, con mil dulzuras en la voz, rechazó su sacrificio, trató de apaciguarla, de razonarle, ¡de hacerle comprender su locura! Ella lo escuchaba mirándolo a la cara con sus ojos negros, desdeñosos los labios, sin responder nada. Cuando hubo acabado, se limitó a decirle: «¿Es que eres un cobarde? ¿Eres de los que seducen a una mujer y luego la abandonan, al primer capricho? ».

Él palideció y reanudó sus razonamientos; le señaló las inevitables consecuencias de semejante acción, hasta la muerte de ambos: sus vidas destrozadas, la sociedad cerrada para ellos...

Ella respondía obstinadamente: «¡Qué importa, cuando uno se ama!».
Entonces, de repente, él estalló: «Pues bien, ¡no! No quiero. ¿Oyes? No quiero, te lo prohíbo». Después, arrebatado por sus largos rencores, vació su corazón:
«¡Diantre! Hace ya bastante tiempo que me amas a mi pesar; sólo faltaría que te llevase conmigo. ¡Gracias, nada de eso! »

Ella no respondió; pero su rostro lívido tuvo una lenta y dolorosa crispación, como si todos sus nervios y sus músculos se hubiesen retorcido. Y se marchó sin decirle adiós.

Esa misma noche se envenenaba. La creyeron perdida durante ocho días. Y en la ciudad se cotilleó, se la compadeció, disculpando su falta en gracia a la violencia de su pasión; pues los sentimientos extremados, al volverse heroicos en sus arrebatos, se hacen perdonar siempre cuanto tienen de condenable. Una mujer que se mata no es, por así decirlo, adúltera. Y pronto hubo una especie de condena general contra el teniente Renoldi, que se negaba a verla, un unánime sentimiento de censura.

Se contaba que la había abandonado, traicionado, pegado. El coronel, apiadado, le dijo dos palabras a su oficial, con una discreta alusión. Paul de Henricel fue a ver a su amigo. «¡Qué diantre!, chico, no se deja morir a una mujer; eso no es decente».
El otro, exasperado, obligó a callar a su amigo, quien pronunció la palabra infamia. Se batieron. Renoldi fue herido, con general satisfacción, y guardó cama mucho tiempo.

Ella lo supo, lo amó aún más, creyendo que se había batido por ella; pero, al no poder salir de su habitación, no volvió a verlo antes de la marcha del regimiento.
Llevaba él tres meses en Lila cuando recibió, una mañana, la visita de una joven, hermana de su antigua amante.

Después de prolongados sufrimientos y de una desesperación que no había podido vencer, la señora Poinçot iba a morir. Estaba desahuciada sin remedio. Quería verlo un minuto, sólo un minuto, antes de cerrar los ojos para siempre.
La ausencia y el tiempo habían aplacado la saciedad y la cólera del joven; se enterneció, lloró, y salió hacia El Havre.

Ella parecía en la agonía. Los dejaron solos; y él tuvo, junto al lecho de aquella moribunda, a quien había matado a su pesar, una crisis de espantosa pena. Sollozó, la besó con labios dulces y apasionados, como jamás había hecho con ella. Balbucía: «No, no, no morirás; te curarás, nos amaremos... nos amaremos... siempre...».
Ella murmuró: «¿De veras? ¿Me amas?». Y él, en su desolación, juró, prometió esperarla cuando estuviera curada; se apiadó un buen rato besando las manos tan flacas de la pobre mujer, cuyo corazón latía desordenadamente. Al día siguiente regresaba a su guarnición.

Seis semanas después ella se reunió con él, muy envejecida, irreconocible, y todavía más enamorada. Enloquecido, él la recobró. Después, como vivían juntos, a la manera de la gente unida por la ley, el mismo coronel que se había indignado por el abandono se rebeló contra aquella situación ilegítima, incompatible con el buen ejemplo que los oficiales deben dar en un regimiento. Previno a su subordinado, luego actuó con rigor: y Renoldi presentó su dimisión.
Fueron a vivir a un chalet a orillas del Mediterráneo, el clásico mar de los enamorados.
Transcurrieron tres años más. Renoldi, doblegado bajo el yugo, estaba vencido, acostumbrado a aquella ternura perseverante. Ella tenía ahora el pelo blanco.
El se consideraba un hombre acabado, ahogado. Toda esperanza, toda carrera, toda satisfacción, toda alegría le estaban ahora vedadas.

Ahora bien, una mañana le entregaron una tarjeta: «Joseph Poinçot, armador. El Havre»" ¡El marido! El marido, que no había dicho nada, al comprender que no se lucha contra la desesperada obstinación de una mujer. ¿Qué querría?

Esperaba en el jardín, pues se había negado a penetrar en el chalet. Saludó cortésmente; no quiso sentarse, ni siquiera en un banco de un sendero, y empezó a hablar con claridad y lentitud: «Caballero, no he venido a. dirigirle reproches; sé demasiado bien cómo han ocurrido las cosas. He sufrido... hemos sufrido… una especie de... de... de fatalidad. Jamás los hubiera molestado en su retiro si la situación no hubiese cambiado. Tengo dos hijas, caballero, Una de ellas, la mayor, ama a un joven, y es amada por él. Pero la familia de ese muchacho se opone a la boda, arguyendo la situación de la... madre de mi hija. No siento cólera, ni rencor; pero adoro a mis hijas, caballero. Vengo, pues, a reclamarle a mi... mi mujer; espero que hoy consentirá en regresar a mi casa... a su casa. En cuanto a mí, aparentaré haber olvidado por... por mis hijas».

Renoldi sintió un violento golpe en el corazón, y le inundé una alegría delirante, como un condenado que recibe el indulto. Balbuceó: «Claro que sí... Ciertamente, caballero... yo mismo…, puede creerlo..., sin duda... es justo, muy justo».

Y le daban ganas de coger las manos de aquel hombre, de estrecharlo en sus brazos, de besarlo en las dos mejillas. Prosiguió: «Entre usted. Estará mejor en el salón; voy a buscarla». Esta vez el señor Poinçot no se resistió ya, y se sentó.

Renoldi subió a saltos la escalera; después, ante la puerta de su amante, se calmó y entró gravemente: «Preguntan por ti abajo, dijo; es para una comunicación acerca de tus hijas». Ella se alzó: «¿De mis hijas? ¿Cómo? ¿Qué dices? ¿No habrán muerto?».

El prosiguió: «No. Pero hay una grave situación que sólo tú puedes resolver». Ella no escuchó más y bajó rápidamente. Entonces él se derrumbó sobre una silla, emocionadísimo, y esperó. Esperó mucho tiempo, mucho tiempo.

Después, como hasta él ascendían voces irritadas, a través del techo, se decidió a bajar. La señora Poinçot estaba en pie, exasperada, dispuesta a salir, mientras su marido la retenía por el vestido, repitiendo: «¡Pero comprenda usted que pierde a nuestras hijas, a sus hijas, a nuestras niñas!». Ella respondía obstinadamente: «No regresaré a su casa». Renoldi lo comprendió todo, se acercó desfalleciente y balbuceó: «¿Cómo? ¿Se niega?». Ella se volvió hacia él y, con una especie de pudor, no lo tuteó ante su esposo legítimo: «¿Sabe usted lo que él me pide? ¡Quiere que vuelva bajo su techo!». Y se reía sarcástica, con un inmenso desdén hacia aquel hombre, casi arrodillado, que le suplicaba.

Entonces Renoldi, con la determinación del desesperado que juega su última carta, empezó a hablar a su vez: defendió la causa de las pobres niñas, la causa del marido, su causa. Y cuando se interrumpía, buscando algún nuevo argumento, el señor Poinçot, agotados sus recursos, murmuraba, tuteándola en un retorno a viejos hábitos instintivos: «Vamos, Delphine, piensa en tus hijas».

Entonces ella los envolvió a ambos en una mirada de soberano desprecio, y después, huyendo hacia la escalera con un solo impulso; les gritó: « ¡Sois dos miserables!».

Al quedarse solos se examinaron por un momento, tan abatidos, tan consternados el uno como el otro; el señor Poinçot recogió su sombrero, caído junto a él, desempolvó con la mano sus rodillas blanqueadas por el entarimado, y después, con un gesto desesperado, mientras Renoldi lo acompañaba a la puerta, pronunció, despidiéndose: «Somos muy desdichados, caballero». Después se alejó con pesados pasos.

Guy de Maupassant (1850-1893)

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

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