Es un auténtico placer presentaros hoy uno de esos cuentos de ciencia ficción míticos, que están en las mejores antologías y han servido para consagrar al pionero del género en Cuba, al maestro Ángel José Arango Rodríguez, conocido como Ángel Arango (La Habana, 1926-2013).
Ángel Arango era doctor en Derecho Civil por la Universidad de La Habana, especializado en Derecho Aeronáutico y expertos consultores jurídicos de la Organización de Aviación Civil Internacional. A partir de 1964, a los 38 años de edad, comenzó a publicar relatos de fantasía y ciencia ficción, con lo que se convirtió en pionero y decano del género en la isla.
Viajó por todo el mundo cómo árbitro y experto internacional en su especialidad y falleció en Miami, donde residió los últimos años de su vida. Este relato data de 1966 y es todo un clásico.
Un inesperado visitante
Antes de saltar hizo una última señal.
Descendió a través del espacio haciendo el cuerpo más ligero que una pluma, la mente vacía de pensamientos, la sangre detenida, los nervios abiertos dentro de los músculos como las costuras de un paracaídas.
Sin ropa ni equipos, porque la materia de esas cosas no obedecía a su voluntad como la carne.
Desnudo.
Era fácil. Se inhibía de la fuerza de gravedad y dejaba de ser su conductor. Apenas permitía que se hiciese sentir el peso de la piel, apretada en derredor como una coraza para protegerlo del frío.
Al llegar a la superficie del agua, el cuerpo tomó por sí mismo la posición vertical y se orientó a tierra.
Estaba salvado.
La única herida que se había hecho al deshacerse rápidamente de la nave le sangraba, pero no ofrecía peligro, porque a él la sangre se le regeneraba al contacto del oxígeno y dentro de las venas. Era extraordinariamente alto y hermoso, y sus ojos de un color azul marino fulguraban con brillo metálico, y eran penetrantes como los rayos del sol del mediodía.
Aún no tenía barba, porque hacía pocos días que se había afeitado.
―Mi nave habrá caído en el océano ―se dijo.
Y echó a caminar por aquel mundo desconocido adonde no había intentado nunca venir y que por un accidente se convertía en su destino.
Comenzó a andar en dirección a los árboles que se estremecían bajo la brisa que soplaba procedente del mar próximo.
Pronto divisó a un grupo de nativos que se dirigía al río y vio cómo vestían. Oculto, logró oír parte de las conversaciones y puso a trabajar su voluntad para que el cerebro funcionase a toda capacidad y le diese el significado de las palabras.
Los siguió. Uno a uno, fueron metiéndose en las aguas y se bañaron con alegría.
―Debo acercarme.
Fue hacia donde estaban y entró también en el agua. Uno que parecía dirigir el grupo se le aproximó e hizo una extraña reverencia. El abrió sus brazos, como era costumbre saludar en su planeta.
―Bienvenido ―dijo el otro.
―No entiendo nada ―respondió el extranjero en su lengua.
El que dirigía el grupo comprobó cuán alto era.
―No eres como nosotros ―dijo―. ¿De dónde vienes?
El cerebro le trabajaba febrilmente; las palabras iban y venían por sus conductos nerviosos y se revolvían en una confrontación interminable. No sabía qué responder aún y sin embargo, sentía que las palabras últimas eran mucho más fáciles, casi las tenía en su repertorio. De pronto, sin saber cómo, dio la respuesta señalando el punto del océano espacial por donde habla llegado.
Su cerebro, obediente, eficaz, bien alimentado, había encontrado el significado preciso de las primeras palabras. Comenzaba a formar su vocabulario y ahora tendría que aprender a utilizarlo.
―De...
Y su mano volvió a extenderse para señalar el lugar del cielo. El grupo lo contempló en silencio. Quizá no comprendían su respuesta. Quizá no podían imaginarla tan siquiera. Les pidió ropa prestada y se la dieron. Luego se sentó con ellos y conversaron. Ellos hablaban y él contestaba aún con monosílabos. Supo que había allí otros hombres que vestían de hierro y atravesaban a los nativos con sus lanzas.
«Debo permanecer vivo hasta que llegue mi grupo de rescate», se dijo y fue a refugiarse en el desierto, donde podría soportar hasta seis meses sin comer ni beber, gracias a la energía de reserva que tenía acumulada.
El desierto era silencioso y aburrido. Casi como el espacio interplanetario; mirar las dunas era igual que contemplar los caprichosos diseños de las constelaciones. Durante la noche, cuando las formas de la arena se perdían en la gran oscuridad y el único paisaje eran las estrellas, se sentía adolorido y angustiado, porque era terrible verse prisionero de una tierra extraña y ser incapaz de alterar el espectáculo de aquellos puntos fijos. No era como cuando dentro de su nave podía trazar un curso y cambiar el panorama y aproximarse o alejarse de los distintos mundos.
―Terminaré por volverme loco ―gritó al mes y se fue hacia la costa, donde encontró una familia de pescadores con los cuales hizo amistad y aprendió a hablar perfectamente el idioma. Luego se embarcó con los pescadores para recuperar el equipo de señales. Descendió a las aguas y recorrió a pie el fondo del mar. Fue inútil. Entonces emitió una señal telepática debajo del agua y ésta atrajo a los peces, que llenaron las redes. Volvió a la superficie, desplazó la atmósfera e hizo en torno suyo el vacío. Por su cuerpo no corría la fuerza de la gravedad: era como un muerto inmóvil y se deslizó así sobre las aguas, erguido sobre sus pies que descansaban en una delgada capa de aire sobre la superficie del mar.
Los marineros que le vieron tenían unas terribles caras de asombro y comprendió que había ido demasiado lejos. Aquel mundo, o aquel lugar del mundo que visitaba, estaba demasiado atrasado.
«Comenzarán a hablar de mí y no me conviene». Se lo dijo a los pescadores:
―No es nada. No lo digan a nadie.
Los pescadores fueron honrados. No dijeron absolutamente nada, pero le trajeron a un amigo ciego para que él lo viese y procurase ayudarlo.
―Por piedad.
Era una voz conmovedora. El hombre estaba con los párpados cerrados y solamente repetía aquello con convicción definitiva.
―Por piedad, por piedad...
―Puedo usar mi voz ―pensó― y hacer que rompa el sello que quema su mirada. Pero mí energía está limitada y la que recibo de este mundo es pobre y no puede recompensarme. Mi poder, mi poder debe durarme...
Sin embargo, el hombre ciego permanecía frente a él, y era algo que no podía soportar porque en su mundo no existían esos males.
―Te ayudaré... Acuéstate...
El ciego obedeció y él cubrió sus ojos. Volvió a decirle las mismas palabras varias veces. La vibración de su voz destruyó el virus. Hasta que el otro despertó y vio la luz.
Leyendas e historias fueron tejiéndose en tomo a él y la vida de aquellos hombres se fue cerrando alrededor de la suya, a pesar suyo.
Llamaba la atención por su estatura y por lo fuerte de su mirada y tenía ahora una larga y suave barba y cabellos que le cubrían la nuca. Su presencia era conocida rápidamente y el pueblo se le acercaba y lo rodeaba.
―Extraño pueblo que no conoce el amor y vive siempre alucinado... Extraño pueblo que no conoce el amor.
Le seguían a todas partes y le escuchaban y le observaban; había comenzado a formar parte de la vida de las gentes.
Probó sus poderes. El poder de la mirada, la fuerza de la mirada.
Saludaba abriendo los brazos.
―Lo que llaman riqueza no vale nada en mi país ―decía―. El amor es lo importante.
Las mujeres le seguían, pero él sabía que no podía prodigarse porque sus energías se reducían más y más.
―Es un hombre encantador...
―Lo que ocurre es que no nos mira, por eso le amamos.
―Pero estaría dispuesta a seguirlo siempre.
―Dice cosas tan nuevas. Todavía no sé de qué habla, pero hay sentido en su persona.
―Es como si viniera de algún lugar lejano y limpio donde los hombres fuesen más fuertes y seguros y no necesitaran bañarse como aquí.
―El probó sus poderes. El poder de la mirada, la fuerza de la mirada.
―Mi poder, mi poder...
Se le despertó una profunda compasión por aquel pueblo tan necesitado de creer y de amar, a pesar de todo. Y aunque no dejaba de preocuparle el saber que estaba lejos de su mundo «Mi señal perdida y yo sin respuesta» hizo cuanto pudo por ayudar a mejorar la vida y la existencia de los hombres y mujeres que con tanta pasión se le aproximaban. Comenzó a explicarles cosas y lo hizo en forma atractiva, presentándolo como dicho anteriormente por algún personaje histórico que ellos respetasen o como un mensaje nuevo transmitido a través de él. Porque el engaño era necesario.
Habló en metáfora, lo que sirvió para causar una gran impresión a su auditorio y también para que posteriormente fuesen confundidas sus palabras.
―No debo alejarme nunca de los que me siguen. El día que lo haga, los opresores de este país me destruirán y habrá cesado mi última esperanza de ser rescatado. Sé que mi poder no durará siempre...
A pesar de ello, le inquietaba el hambre entre las gentes y sus enfermedades. Y utilizó la frecuencia de las vibraciones de su voz para curar y decidió alimentar a los miles de hombres que pasaban hambre.
―Eso no se conoce en mi mundo. Extraños y pobres seres.
Dejó escapar lentamente la energía que llevaba concentrada en su mente y multiplicó los alimentos terrestres por procesos reproductivos acelerados.
―Aunque yo termine no siendo más que uno de ellos.
Pero había roto la cadena de la historia.
Los soldados no fueron quienes dieron el primer paso para destruirlo. Fueron los comerciantes que vendían la comida.
―Ese hombre debe desaparecer. Nos arruina.
―Que muera. Que muera de una pedrada certera.
Cuando se dispuso a levantar la piedra, el extranjero, que presintió la agresión, se volvió hacia los tableros de mercancías y los volcó sobre el piso. E inmediatamente el pueblo repitió la acción con todos los demás tableros.
Cada minuto que pasa las cosas crecen y se vuelven importantes.
Un silencio penetró los corazones, y hombres y mujeres se postraron ante él. Estaba erguido, él solo, como un rey, en medio de la multitud. El solo, alto y extraordinario, con sus ojos de mirada poderosa, que nadie podía rechazar.
La cena fue una sesión científica. En ella quiso explicar que la materia se adapta a distintos procesos evolutivos, a distintos niveles biofísicos.
―Todo esto no es más que nosotros mismos ―dijo poniendo las manos sobre los alimentos―. Yo puedo volver a ser esta materia y ella puede convertirse en persona. La vida no debe perderse más que para cambiar de cuerpo, de medio. Ustedes mueren porque no han aprendido a querer vivir; no quieren vivir más porque sus facultades son poco evolucionadas y le dan una visión estrecha del mundo. Si pudieran disfrutarlo, entonces desearían renovarse eternamente...
Uno le preguntó cómo había logrado revivir a un muerto.
―Mi voz destruyó los gérmenes, repuso el movimiento y rehabilitó la materia. Mi palabra es natural y, sin embargo, da las vibraciones necesarias.
Los soldados marchaban por la carretera de cuatro en fondo. Cantaban un himno. Un hombre saltó al camino y les hizo señas. El grupo se detuvo a las órdenes que impartió el oficial. Este se adelantó al hombre y le preguntó:
―¿Es usted?
―Sí ―respondió el otro temblorosamente.
―Bien; díganos dónde está.
El hombre apretó sus manos con nerviosismo y le susurró al oficial:
―Es el más alto. Tiene los ojos azules y brillantes.
El oficial desplazó a sus hombres y éstos avanzaron en escuadra desplegada sobre el campo para cerrarse alrededor del punto señalado.
Poco después rodeaban al extranjero y el oficial le preguntó:
―¿Quién eres?
― o soy el hijo de un hombre ―respondió el extranjero.
―¡Llévenselo! ―dijo el oficial. E hizo señas de que le atasen las manos. Por un instante, el hombre que quería aprovechar el tiempo que vivía fuera de su tiempo para ayudar a un pueblo mucho más atrasado que el suyo contempló el pedazo de soga colgando de las manos del legionario. Por un instante pensó que podría deshacerse de todos ellos con el resto de fuerza que aún le quedaba de reserva. Pero entonces comprendió también que de nada serviría, pues había hecho allí más de lo que podía y nadie le conocía verdaderamente ni sabía quién era. No ganaría ahorrando unas horas más de vida. Su poder se había consumido ayudando al pueblo sometido, multiplicando el alimento, rehabilitando a los enfermos. Tarde o temprano terminaría agotándose. Estaba desarraigado, fuera de los cielos que había surcado a velocidades increíbles, cansado de esperar el resultado de una señal hecha con demasiada precipitación. Una señal demasiado pequeña para un universo tan grande.
Extendió ambas manos y el soldado se las amarró.
Cuando llegaron a la ciudad comenzaron los interrogatorios. Aparecieron muchas personas que decían conocerle y que le atribuyeron frases y hechos. Luego le quisieron hacer confesar cosas que desconocía e insistían una y mil veces en averiguar de quién era hijo.
―¿Eres príncipe? ¿Eres rey?
―Yo sólo soy el hijo de un hombre ―volvió a repetir y entonces, sorpresivamente, le escupieron el rostro y le entraron a golpes y garrotazos.
Era la primera agresión física. Quiso romper sus ataduras y pensó en ellas, únicamente en ellas, a pesar de todo lo que le rodeaba. Se concentró totalmente. Pero las ligaduras no cedieron; estaba perdido, sus últimas fuerzas superiores le habían abandonado. Era un hombre indefenso como los demás, como los habitantes de aquel pueblo sometido.
―Tú eres un conspirador ―gritó un viejo histérico al que secundaba todo el Consejo de Ancianos ―; te vamos a entregar al ejército...
Y así fue.
Le llevaron ante un militar vestido de hierro como los demás, pero que se envolvía en una capa roja.
Antes de llegar a él tuvo que cruzar entre dos filas de hombres con estandartes. Miró a lado y lado y vio cómo, con el furor de su mirada, los estandartes se abatieron.
―Aún me queda energía.
Volvió a intentar romper las ligaduras. Pero nada, sólo los estandartes se abatían; su última energía los hacía extraordinariamente pesados en las manos de los soldados.
―¿Quién eres? ―preguntó el oficial.
El extranjero miró dudosamente al jefe de los soldados.
―Yo soy un hombre de...
El comandante le interrumpió:
―¿Eres tú Cristo?
―Ese nombre me das ―dijo el prisionero y pensó que si hubiera tenido allí su identificación se la habría mostrado con gusto al oficial.
―¿Tú eres el rey de esta gente?
―No entiendo lo que dices ―respondió el extranjero―. Yo no soy de aquí.
―Tu reino entonces no es éste.
Se volvió a la multitud y les dijo que el hombre alto era inocente del cargo de conspiración.
Pero en primera fila delante de la multitud estaban los comerciantes de quienes el extranjero se había defendido. Y éstos comenzaron a dar gritos de:
―¡Muerte! ¡Muerte!
Y la palabra asustó al gobernador, que lo entregó a la tropa.
Los soldados se lo llevaron a un sótano donde lo patearon, lo golpearon y, por último, lo amarraron a una silla llenándolo de símbolos extraños como si fuese un espantapájaros.
De allí lo sacaron poco después a la calle y le colocaron una enorme cruz de madera de cedro sobre las espaldas. El hombre sostuvo el peso cuanto pudo, mientras le hacían marchar hacia un monte próximo conocido por «el lugar de la Calavera». A latigazos y lanzazos, como hacían con aquel pueblo sometido, el inesperado visitante fue arrastrándose.
Legó al monte y lo alzaron en la cruz.
Había otros dos ajusticiados a su lado, pero él se veía mucho más grande.
―Quizás hubiera tenido más suerte en la forma de morir, si no hubiera sido por esta costumbre de abrir los brazos...
Uno de los soldados le oyó hablar y le clavó su lanza.
Se relajó definitivamente para no sufrir.
Pero, aunque lo consideraron muerto, su corazón latía aún a un ritmo imperceptible para el hombre de la Tierra.
Lo descendieron y lo introdujeron en un sepulcro.
Era mucho más corto de estatura que cuando había descendido del espacio.
Los soldados custodiaron el sepulcro por temor a que algunos curiosos del pueblo pudieran sustraer el cadáver.
La oscuridad vino sobre el mundo. El sol se escondió y el cielo apareció oscuro aun siendo de día. Se vieron las estrellas. La luna, que era como sangre, no brilló en toda la noche.
La patrulla de rescate había hecho dos o tres disparos de efecto sobre la tierra y los edificios. En el cementerio se abrieron las fosas de los muertos. Mientras la nave se mantenía en el aire, próxima a la superficie de la tierra, creando un cielo de tormenta con todos sus reflectores encendidos, dos de los hombres se aproximaron al sepulcro ante el espanto de la guardia. Eran altos y de vistosos uniformes y con facilidad retiraron la piedra que cubría la tumba.
El extranjero torturado se levantó y, caminando por sus propios pasos, fue a reunirse con los dos hombres.
―Vámonos ―dijo.
Y desaparecieron en el cielo.
Luego, el pueblo comenzó a contar la historia con grande emoción. Los detractores la deformaron y los admiradores también. Los escritores tomaron todas estas deformaciones e hicieron la obra literaria. Cada cual habló lo que quiso y la humanidad continuó repitiéndolo y sigue en ello. Aún hoy en el año 3000.
Ángel Arango, 1966
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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