Nuestras instituciones culturales se enfrentan a un momento de prueba. Protestas muy poderosas pidiendo justicia racial y social están llevando a demandas atrasadas de reformas policiales, junto con llamamientos más amplios para una mayor igualdad e inclusión en toda nuestra sociedad, sobre todo en la educación superior, el periodismo, la filantropía y las artes. Pero ese reconocimiento necesario ha intensificado también un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y tolerancia de las diferencias en favor de la conformidad ideológica. Al tiempo que aplaudimos lo primero, levantamos nuestras voces contra lo segundo. Las fuerzas del antiliberalismo están ganando fuerza en todo el mundo y tienen un poderoso aliado en Donald Trump, que representa una verdadera amenaza para la democracia. Pero no se debe permitir que la resistencia se solidifique en sus propios tipos de dogma o coacciones, cosa que los demagogos de la derecha ya están explotando. La inclusión democrática que queremos sólo puede lograrse si nos pronunciamos contra el clima de intolerancia que se está instalando en todas partes.
El libre intercambio de información e ideas, que constituye la sangre vital de una sociedad liberal, se está restringiendo cada vez más. Si bien eso es algo que se espera de la derecha radical, la censura se está también extendiendo ampliamente en nuestra cultura: una intolerancia frente a opiniones opuestas, la moda de la vergüenza pública y el ostracismo, y una tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una certeza moral cegadora. Defendemos el valor de todas las partes a mantener un discurso contrario robusto e incluso cáustico. Pero ahora es demasiado común escuchar llamadas a un castigo rápido y severo en respuesta a las transgresiones percibidas en el discurso y el pensamiento. Lo que es más preocupante aún es que los dirigentes institucionales, en un espíritu de pánico por el control de los daños, están aplicando castigos precipitados y desproporcionados en lugar de considerar reformas. Se despide a los editores por publicar artículos controvertidos; se retiran libros por supuesta falta de autenticidad; se prohíbe a los periodistas escribir sobre determinados temas; se investiga a los profesores por citar obras literarias en clase; se despide a un investigador por hacer circular un estudio académico revisado por colegas, y se destituye a los jefes de organizaciones por lo que a veces no son más que torpes errores. Cualesquiera que sean los argumentos en torno a cada incidente particular, el resultado ha sido reducir constantemente los límites de lo que se puede decir sin la amenaza de represalias. Ya estamos pagando el precio con una mayor aversión al riesgo entre los escritores, artistas y periodistas que temen por su medio de vida si se apartan del consenso o incluso carecen de suficiente celo en el acuerdo.
Esta atmósfera asfixiante perjudicará en última instancia a las causas más vitales de nuestro tiempo. La restricción del debate, ya sea por un gobierno represivo o por una sociedad intolerante, perjudica invariablemente a los que carecen de poder y hace que todos sean menos capaces de participar democráticamente. La forma de derrotar las malas ideas es mediante la exposición, el argumento y la persuasión, no tratando de silenciarlas o deseando que desaparezcan. Rechazamos cualquier falsa elección entre la justicia y la libertad, que no pueden existir la una sin la otra. Como escritores necesitamos una cultura que nos deje espacio para la experimentación, la asunción de riesgos e incluso, los errores. Necesitamos preservar la posibilidad de un desacuerdo de buena fe sin consecuencias profesionales graves. Si no defendemos la esencia de la que depende de nuestro trabajo, no podemos esperar que el público o el Estado lo defiendan por nosotros.
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