Joaquim María Machado de Assis (Brasil, 1839-1908)
Anécdota pecuniaria
Se llama Falcão mi hombre. Aquel día –catorce de abril de 1870– quien
entrase a su casa, a las diez de la noche, lo vería paseándose por el
comedor, en mangas de camisa, pantalón negro y corbata blanca,
refunfuñando, gesticulando, suspirando, evidentemente afligido. A veces
se sentaba; otras, se apoyaba en la ventana, mirando hacia la playa, que
era la de Gamboa. Pero, en cualquier lugar o actitud se demoraba poco
tiempo.
–Hice mal –decía él–, muy mal. ¡Tan amigos que éramos! ¡Tan amorosa que fue
siempre conmigo! ¡Iba llorando, pobrecita! Hice mal, muy mal… ¡Al menos que sea
feliz!
Si yo dijera que este hombre vendió una sobrina, no me creerán; si caigo
más bajo y menciono el precio, diez contos de reis, me darán la espalda con
desprecio e indignación. Sin embargo, basta ver esta mirada felina, estos dos
labios, maestros del cálculo, que incluso cerrados parecen estar contando algo,
para adivinar en seguida que el rasgo capital de nuestro hombre es la voracidad
del lucro. Entendámonos: ¡él cultiva el arte por el arte, no ama el dinero por
lo que le puede dar, sino por lo que es en sí mismo! Que nadie pretenda verlo
usufructuar de las grandes comodidades de la vida. No tiene una cama blanda, ni
una mesa fina, ni carruaje, ni blasones. No se gana dinero para derrocharlo, decía
él. Vive de migajas; todo lo que acumula es para la contemplación. Va muchas
veces hasta la caja de caudales, que está en la alcoba, con el único fin de
hartar sus ojos en la contemplación de las barras de oro y en los manojos de
títulos. Otras veces, impulsado por un refinamiento de su erotismo pecuniario,
los contempla en su memoria. En este particular, todo lo que yo pueda decir
estaría por debajo de la elocuencia con que hablaría cualquiera de las cosas
que él mismo podría afirmar o hacer en 1857.
Ya entonces millonario, o casi, encontró en la calle dos niños conocidos
suyos, que le preguntaron si un billete de cinco mil reis que les había dado un
tío, era verdadero. Circulaban por entonces algunos billetes falsos y los niños
lo recordaron mientras paseaban. Falcão iba con un amigo. Tomó trémulo el
billete, lo examinó bien, lo miró de un lado, luego de otro…
–¿Es falso? –preguntó con impaciencia uno de los niños.
–No, es verdadero.
–Devuélvamelo –dijeron al unísono los niños.
Falcão dobló el billete lentamente, sin quitarle los ojos de encima;
después lo reintegró a los pequeños, y volviéndose hacia su amigo, que lo
aguardaba, le dijo con el mayor candor del mundo:
–Da gusto ver dinero, aunque no sea de uno.
A tal punto llegaba su amor al dinero: hasta la contemplación
desinteresada. ¿Qué otro motivo podía tener para detenerse frente a las
vidrieras de los cambistas, cinco, diez, quince minutos, lamiendo con los ojos
las pilas de libras y francos, tan prolijitos y amarillos? El mismo sobresalto
con que tomó el billete de cinco mil reis, era un rasgo sutil, era el terror
ante el posible billete falso. A nadie odiaba tanto como a los falsificadores
de monedas, no porque fueran criminales, sino por lo perjudiciales que
resultaban, porque desmoralizaban el dinero bueno.
El lenguaje de Falcão bien valdría un estudio. Cierto día, en 1864,
volviendo del entierro de un amigo, aludió al esplendor del cortejo, exclamando
con entusiasmo: “¡Sostenían el cajón tres mil contos!” y, como uno de los
oyentes no le entendiese de inmediato, Falcão concluyó de la extrañeza del otro
que en el fondo dudaba de él, y detalló: “Fulano cuatrocientos, Zutano
seiscientos… Sí, señor, seiscientos; hace dos años, cuando disolvió la sociedad
con el suegro, ya andaban por más de quinientos…” Y así prosiguió, demostrando,
sumando y concluyendo: “¡Exactamente, tres mil contos!”.
No era casado. Casarse era despilfarrar el dinero. Pero los años pasaron, y
a los cuarenta y cinco empezó a sentir cierta necesidad moral, que no
comprendió en seguida, y que era la nostalgia de la paternidad. No la falta de
una mujer, no la de parientes, sino la de un hijo o hija, que para él sería
como recibir un patacón de oro. Desgraciadamente, para cosechar tales
beneficios ahora debería haber acumulado el capital en el momento debido, no
podía empezar recién para ganarlo más tarde. Le quedaba la alternativa de la
lotería; la lotería le dio el premio grande.
Murió su hermano y tres meses después su cuñada, dejando huérfana una hija
de once años. Él la quería mucho, al igual que a otra sobrina, hija de una
hermana viuda; las besaba una y otra vez cuando las visitaba; llegaba incluso
al delirio de llevarles, una y otra vez, galletitas. Vaciló un poco, pero
finalmente recogió a la huérfana; ella era la hija anhelada. No cabía en sí de
la alegría; durante las primeras semanas, casi no salía de su casa, siempre a
su lado, oyendo sus cuentos y festejándole todas sus ocurrencias.
Se llamaba Jacinta, y no era linda; pero tenía la voz melodiosa y era de
modales suaves. Sabía leer y escribir, empezaba a aprender música. Trajo el
piano consigo, el método y algunos ejercicios; no pudo traerse al profesor,
porque el tío entendió que era mejor ir practicando lo que había aprendido, y
un día… más tarde… Once años, doce años, trece años, cada año que pasaba creaba
un nuevo vínculo que ataba al viejo solterón a la hija adoptiva, y viceversa. A
los trece, Jacinta dirigía la casa; a los diecisiete era señora absoluta de
todo. No abusó de su poder; era naturalmente modesta, frugal, medida.
–¡Un ángel! –decía Falcão a Paco Borges.
Este Paco Borges tenía cuarenta años, y era propietario de un depósito
portuario de mercaderías. Iba a jugar con Falcão por la noche. Jacinta
presenciaba los partidos. Tenía por entonces dieciocho años; no estaba más
linda, pero decían todos que “se estaba poniendo muy atractiva”. Era menuda, y
al dueño del depósito le encantaban las mujeres pequeñas. Sus sentimientos
fueron correspondidos y la atracción se transformó en amor.
–¡Comencemos! –decía Paco Borges al entrar, luego de los saludos.
Las cartas eran la sombrilla de los dos enamorados. No jugaban por dinero;
pero Falcão tenía tal sed de lucro, que contemplaba las propias fichas y las
contaba cada diez minutos, para ver si ganaba o perdía. Cuando perdía, se
apoderaba de él un desaliento incurable, y él se replegaba poco a poco en el
silencio. Si la suerte se empeñaba en perseguirlo, terminaba el partido y se
levantaba de la mesa tan melancólico y ciego, que la sobrina y su novio podían
tomarse de las manos una, dos, tres veces, sin que él advirtiese nada.
Esto ocurría en 1869. A principios de 1870 Falcão propuso a Paco Borges una
venta de acciones. No las tenía, pero olfateó una gran baja, y calculaba
ganarle de una sola vez treinta o cuarenta contos a Paco. Éste le respondió
diplomáticamente que andaba pensando en proponerle lo mismo. Dado que ambos
querían vender y ninguno de ellos comprar, podían unirse y proponer la venta a
un tercero. Encontraron al tercero, y cerraron trato a sesenta días. Falcão
estaba tan contento al volver del negocio, que el socio le abrió su corazón y
le pidió la mano de Jacinta. Fue lo mismo que si, de repente, empezara a hablar
en turco. Falcão lo miró, pasmado, sin entender. ¿Que le diese su sobrina? Pero
entonces…
–Sí, te confieso que deseo ardientemente casarme con ella, y a ella… pienso
que también le agradaría casarse conmigo.
–¡De ninguna manera! –interrumpió Falcão–. No, señor; es una niña, no estoy
de acuerdo.
–Pero escúchame…
–No tengo nada que escuchar, no quiero.
Regresó a su casa irritado y aterrorizado. La sobrina se desvivió queriendo
saber qué le ocurría, finalmente él le contó todo, y la llamó desagradecida.
Jacinta empalideció; amaba a los dos, y los veía tan unidos que no se imaginó
nunca ante la disyuntiva de tener que contraponer sus afectos. A solas en su cuarto,
lloró largamente; después le escribió una carta a Paco Borges rogándole por las
cinco llagas de Nuestro Señor Jesucristo que no provocase ningún escándalo ni
se peleara con el tío; le decía que esperase y le juraba un amor eterno.
No se pelearon los dos amigos; pero los encuentros fueron haciéndose más
esporádicos y fríos. Jacinta no se reunía con ellos en el comedor, o si lo
hacía se retiraba en seguida. El terror de Falcão era enorme. Él amaba a su
sobrina con un amor de perro, que persigue y muerde a los extraños. La quería
para sí, no como hombre, sino como padre. La paternidad natural infunde fuerzas
para consumar el sacrificio de la separación; la paternidad de Falcão era
impostada y, tal vez por eso mismo, más egoísta. Nunca había pensado en perderla;
ahora, empero, eran treinta mil los recaudos que tomaba para evitarlo, ventanas
cerradas, advertencias a la criada negra, una vigilancia perpetua, un incesante
control de gestos y palabras, una auténtica caza de brujas.
Entre tanto el sol, modelo de todo funcionario, continuó sirviendo
puntualmente a los días, uno a uno, hasta llegar a los dos meses del plazo
convenido para la entrega de las acciones. Éstas debían bajar, según las
previsiones de los dos; pero las acciones, como las loterías y las batallas, se
burlan de los cálculos humanos. En aquel caso, además de burla, hubo crueldad,
porque ni bajaron ni se mantuvieron estables, sino que repuntaron hasta
convertir el esperado lucro de los cuarenta contos en una pérdida de veinte.
Fue entonces cuando Paco Borges tuvo una ocurrencia genial. En la víspera,
cuando Falcão, abatido y mudo, paseaba por el comedor su desencanto, Borges le
propuso costear solo todo el déficit, si él accedía a darle la mano de su
sobrina. A Falcão se le encendieron los ojos.
–¿Que yo…?
–Exactamente –interrumpió el otro riendo.
–No, no…
No quiso; tres o cuatro veces rechazó el ofrecimiento. La primera impresión
había sido de alegría, eran diez contos que no se irían de su bolsillo. Pero la
idea de separarse de Jacinta era insoportable y la rechazó. Durmió mal. De
mañana, encaró la situación, ponderó las cosas, consideró que, entregándole al
otro su sobrina, no perdía totalmente, mientras que de no proceder así, los
diez contos se esfumaban irremediablemente. Y, además, si ella lo quería y él
la quería a ella ¿por qué razón separarlos? Todas las hijas se casan, y los
padres se contentan viéndolas felices. Corrió a casa de Paco Borges y llegaron
a un acuerdo.
–Hice mal, muy mal –vociferaba él la noche del casamiento–. ¡Tan amigos que
éramos! ¡Tan amorosa que fue siempre conmigo! Iba llorando, pobrecita… Hice
mal, muy mal.
Había cesado el terror de los diez contos; empezaba el hastío de la
soledad. A la mañana siguiente, fue a visitar a la pareja. Jacinta no se limitó
a ofrecerle un buen almuerzo, sino que, además, lo llenó de mimos y atenciones;
pero ni éstos ni el almuerzo le restituyeron la alegría. Al contrario, la
felicidad de la pareja lo entristeció más. Al regresar a su casa no encontró la
carita tierna de Jacinta. Nunca más volvería a oír sus canciones de niña y
muchacha; no sería ella quien le haría el té, quien habría de traerle, por la
noche, cuando él quisiese leerlo, el viejo tomo gastado de Saint–Clair de las
Islas, dádiva de 1850.
–Hice mal, muy mal…
Para remediar el daño hecho, transfirió el juego de cartas a la casa de la
sobrina, y allá iba, por la noche, a vérselas con Paco Borges. Pero la fortuna
cuando flagela a un hombre, le desbarata todas sus bazas. Cuatro meses más
tarde, los recién casados se fueron a Europa; la soledad tomó las dimensiones
de la extensión del mar. Falcão tenía por entonces cincuenta y cuatro años. Ya
aceptaba con más resignación el casamiento de Jacinta; tenía, incluso, el plan
de ir a vivir con ellos, ya sea gratuitamente, o mediante una pequeña
retribución, que calculó que sería mucho más económica que el gasto que le
demandaba vivir solo. Todo se esfumó; ahí está él otra vez en la situación en
que se encontraba ocho años antes, con la diferencia de que la suerte le había
arrancado la copa entre dos tragos.
Así estaban las cosas cuando cayó en su casa otra sobrina. Era la hija de
su hermana viuda, que, al borde de la muerte, le pedía encarecidamente que se
ocupase de ella. Falcão no prometió nada, porque un cierto instinto lo llevaba
a no prometer jamás nada a nadie, pero lo cierto es que recibió a la sobrina
tan pronto como su hermana cerró los ojos. No tuvo recelos de ningún tipo; por
el contrario, le abrió las puertas de su casa con el júbilo de un alma
enamorada, y casi bendijo la muerte de su hermana. Volvía a recuperar a la hija
perdida.
“Ésta ha de cerrar mis ojos”, se decía.
No era fácil. Virginia tenía dieciocho años, sus facciones eran hermosas y
originales; era esbelta y atractiva. Para evitar que se la arrebataran, Falcão
empezó por donde había terminado la primera vez: ventanas cerradas,
advertencias a la criada negra, salidas contadas, sólo con él y mirando hacia
el suelo. Virginia no se mostró enfadada.
–Nunca fui ventanera –decía ella–, y me parece muy feo que una muchacha
viva pendiente de lo que ocurre en la calle.
Otro recaudo de Falcão fue no traer a su casa sino hombres de cincuenta
años para arriba o casados, cuando eran menores. Por último, dejó de
inquietarse por la baja de las acciones. Y todo eso era innecesario porque la
sobrina no se ocupaba de otra cosa que de él y de la casa. A veces, como la
vista del tío comenzaba a disminuir mucho, le leía ella misma alguna página del
Saint–Clair de las Islas. Para suplantar a los compañeros de mesa, cuando
faltaban, aprendió a jugar a las cartas, y sabiendo que a su tío le gustaba
ganar, siempre lograba perder. Llegaba más lejos: cuando perdía mucho, simulaba
estar ofuscada o triste, con el único propósito de darle a su tío una pizca más
de placer. Él entonces se reía con ganas, se burlaba de ella, le decía que su
nariz era larga, pedía un pañuelo para enjugarle las lágrimas; pero no dejaba
de contar sus fichas de diez en diez minutos, y si alguna caía al suelo (eran
granos de maíz) bajaba la vela para recogerla.
Tres meses más tarde, Falcão se enfermó. La molestia no fue grave ni larga;
pero el terror de la muerte se apoderó de su espíritu, y fue entonces cuando
pudo advertirse hasta qué punto llegaba su apego a la muchacha. Cada visitante
que llegaba era recibido con rispidez, o por los menos con sequedad. Los
íntimos padecían más, porque él les decía brutalmente que todavía no era un
cadáver, que la presa todavía estaba viva, que los buitres se equivocaban de
olor, etcétera. Virginia, en cambio, nunca tuvo que sufrir un solo instante de
mal humor. Falcão la obedecía en todo, con pasividad de niño, y cuando reía era
porque ella lo hacía reír.
–Vamos, tome su remedio, déjese de rezongos, usted es ahora mi hijo…
Falcão sonreía y bebía el preparado. Ella se sentaba al borde de la cama,
le narraba cuentos, vigilaba el reloj para darle a horario los caldos o la
carne de gallina, le leía el sempiterno Saint–Clair. Llegó la convalecencia.
Falcão salió a dar algunos paseos, en compañía de Virginia. La prudencia con
que ésta, dándole el brazo, iba mirando las piedras de la calle, cuidándose de
encarar los ojos de algún hombre, le encantaba a Falcão.
“Ésta ha de cerrar mis ojos”, se repetía. Un día llegó a pensarlo en voz alta:
–¿No es cierto que tú habrás de cerrar mis ojos?
–¡No diga tonterías!
Allí mismo, en la calle, él se detuvo, le estrechó fuertemente las manos,
agradecido, no sabiendo qué decir. Si tuviese la facultad de llorar,
seguramente en aquel instante sus ojos se habrían humedecido. De vuelta en
casa, Virginia corrió a su habitación a releer una carta que le entregara en la
víspera una tal doña Bernarda, amiga de su madre. Estaba fechada en Nueva York
y traía por toda firma este nombre: Reginaldo. Uno de los párrafos decía así:
Parto de aquí en el vapor del día 25. Espérame. No sé todavía si iré a
verte en seguida o no. Tu tío debe acordarse de mí; me vio en casa de mi tío
Paco Borges, el día del casamiento de tu prima…
Cuarenta días después desembarcaba este Reginaldo, llegado de Nueva York,
con treinta años cumplidos y trescientos mil dólares. Veinticuatro horas
después visitó a Falcão, que lo recibió apenas con educación. Pero Reginaldo
era fino y práctico; dio con la cuerda principal de su interlocutor y la hizo
tañer. Le habló de los prodigiosos negocios de los Estados Unidos, las hordas
de monedas que corrían de uno a otro de los océanos que bañaban sus costas.
Falcão lo escuchó deslumbrado y le pedía más y más información. Entonces el
otro le hizo un extenso recuento de las compañías y bancos, acciones, saldos de
finanzas públicas, riquezas particulares, organización municipal de Nueva York;
le describió los grandes palacios consagrados al comercio…
–Realmente es un gran país –decía Falcão de cuando en cuando. Y luego de
tres minutos de reflexión–, pero, por lo que usted cuenta, sólo hay oro.
–Oro, sólo, no; hay mucha plata y papel; pero allí papel y oro es la misma
cosa. Y ni qué hablar de monedas de otras naciones. Le mostraré una colección
que traigo. Mire: para ver lo que es aquello basta fijarse en mí: fui allá
pobre, tenía veintitrés años; al cabo de siete años, traigo seiscientos contos.
Falcão se estremeció:
–Yo, a su edad, –confesó–, apenas si llegaba a cien.
Estaba encantado. Reginaldo le dijo que necesitaba dos o tres semanas para
contarle los milagros del dólar.
–¿Cómo dice usted que se llama?
–Dólar.
–¿Me creerá si le digo que nunca vi esa moneda?
Reginaldo sacó del bolsillo del chaleco un dólar y se lo mostró. Falcão,
antes de tenerlo en su mano, lo atrapó con los ojos. Como estaba un poco
oscuro, se incorporó y fue hasta la ventana para examinarlo bien de ambos
lados; después lo restituyó a su dueño, elogiando mucho el dibujo y la
acuñación, agregando que nuestros antiguos patacones eran también muy lindos.
Las visitas se repitieron. Reginaldo resolvió pedir la mano de la muchacha.
Ésta, empero, le dijo que era preciso obtener primero la anuencia del tío; no
se casaría contra su voluntad. Reginaldo no se desanimó. Se empeñó en redoblar
sus atenciones para con Falcão; abarrotó al tío de Virginia de dividendos
fabulosos.
–A propósito, nunca me mostró su colección de monedas –le dijo un día
Falcão.
–Venga mañana a mi casa.
Falcão fue. Reginaldo le mostró la colección metida en un mueble cuyos
cuatro lados eran de vidrio. La sorpresa de Falcão fue extraordinaria; esperaba
encontrar una cajita con un ejemplar de cada moneda, y encontró montañas de
oro, plata, bronce y cobre. Falcão les echó una ojeada general y colectiva;
después empezó a observarlas en detalle. Sólo reconoció las libras, los dólares
y los francos; pero Reginaldo las nombró todas: florines, coronas, rublos,
dracmas, pesos, rupias, toda la numismática del trabajo, concluyó poéticamente.
–Pero ¡qué paciencia la suya para juntar todo esto! –dijo él.
–No fui yo quien las juntó –replicó Reginaldo–; la colección pertenecía al
expolio de un personaje de Filadelfia. Me costó una bagatela: cinco mil
dólares.
En verdad, la colección valía más. Falcão salió de allí con la colección en
el alma; le habló de ella a su sobrina e imaginariamente desordenó y volvió a
ordenar las monedas, como un amante revuelve los cabellos de la amada para
volver a acariciarlos otra vez. Esa noche soñó que era un florín, que un
jugador lo arrojaba a la mesa del lansquenet, y que él traía consigo, hacia el
bolsillo del jugador, más de doscientos florines. A la mañana siguiente, para
consolarse, fue a contemplar las primeras monedas que tenía en la caja de
caudales; pero no encontró el consuelo que buscaba. El mejor de los bienes es
el que no se posee. Días después, estando en el comedor de su casa, le pareció
ver una moneda en el suelo. Se agachó para recogerla; no era una moneda, era
una simple carta. La abrió distraídamente y la leyó asombrado: era de Reginaldo
y estaba dirigida a Virginia…
–¡Basta! –me interrumpe el lector–; adivino lo demás. Virginia se casó con
Reginaldo, las monedas pasaron a manos de Falcão, y eran falsas…
No,
señor, eran verdaderas. Hubiera sido más ético que, para castigo de
nuestro hombre, fuesen falsas; pero ¡ay de mí!, yo no soy Séneca, no
paso de un Suetonio que contaría diez veces la muerte de César, si él
resucitase diez veces, pues no retornaría a la vida sino para volver al
imperio.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario