Guy de Maupassant (Dieppe,1850-1893) es uno de los grandes escritores de relatos. Escribió unos 300 cuentos en sus 43 años de vida que son una verdadera maravilla. Se dice que era capaz de dictar hasta tres cuentos simultáneamente a otras tantas secretarias.
Encuadrado en la escuela naturalista, es a la vez un narrador preciso, casi fotográfico, escueto y de una profundidad psicológica asombrosa. He encontrado este curioso cuento y no he podido resistir la tentación de publicarlo aquí.
En el bosque
El alcalde iba a sentarse a la mesa para almorzar cuando le avisaron
que el guarda rural lo esperaba en el Ayuntamiento con dos presos.
Se dirigió allá de inmediato, y divisó en efecto a su guarda rural, el tío Hochedur, de pie y vigilando con aire severo a una pareja de maduros burgueses.
Se dirigió allá de inmediato, y divisó en efecto a su guarda rural, el tío Hochedur, de pie y vigilando con aire severo a una pareja de maduros burgueses.
El hombre, un tipo gordo, de nariz roja y pelo blanco, parecía
abrumado; mientras que la mujer, una abuelita endomingada, muy
rechoncha, muy gorda, de mejillas brillantes, miraba con ojos de desafío
al agente de la autoridad que los había cautivado.
El alcalde preguntó:
-Qué pasa, tío Hochedur?
El guarda rural hizo su declaración.
Había salido por la mañana, a la hora de costumbre, para realizar su
ronda por los bosques de Champioux hasta el límite de Argenteuil. No
había observado nada insólito en la campiña, salvo que hacía buen tiempo
y que los trigos iban bien, cuando el hijo de los Bredel, que binaba su
viña, le había gritado:
-¡Eh, tío Hochedur!, vaya a ver en la linde del bosque, en el primer
bosquecillo, encontrará un par de pichones que muy bien pueden tener
ciento treinta años entre los dos.
Había salido en la dirección indicada; había entrado en la espesura y
había oído palabras y suspiros que le hicieron suponer un flagrante
delito de malas costumbres. Así, pues, avanzando a gatas como para
sorprender a un furtivo, había apresado a la presente pareja en el
momento en que se abandonaba a sus instintos.
El alcalde examinó estupefacto a los culpables. El hombre contaba
unos sesenta años y la mujer por lo menos cincuenta y cinco. Se puso a
interrogarlos, empezando por el varón, que respondía con una voz tan
débil que apenas se le oía.
-¿Su nombre?
-Nicolás Beaurain.
-¿Profesión?
-Mercero, calle de los Mártires, en París.
-¿Qué hacía usted en ese bosque?
El mercero permaneció mudo, los ojos bajos sobre su grueso vientre, las manos pegadas a los muslos. El alcalde prosiguió:
-¿Niega usted lo que afirma el agente de la autoridad municipal?
-No, señor.
-Entonces, ¿confiesa?
-Sí, señor.
-¿Qué tiene que alegar en su defensa?
-Nada, señor.
-¿Dónde encontró usted a su cómplice?
-Es mi mujer, señor.
-¿Su mujer?
-Sí, señor.
-Entonces…, entonces…, ¿no viven ustedes juntos… en París?
-Perdón, señor, ¡vivimos juntos!
-Pero… entonces… está usted loco, loco de remate, mi querido señor,
al venir a que lo pesquen así, en pleno campo, a las diez de la mañana.
El mercero parecía a punto de llorar de vergüenza.
Murmuró:
-¡Es ella la que quiso! Yo le decía que era una estupidez. Pero
cuando a una mujer se le mete algo en la cabeza…, ya sabe usted…, no hay
manera…
El alcalde, a quien le gustaban las bromas picantes, sonrió y replicó:
-En su caso, parece que ocurrió lo contrario. No estarían ustedes aquí si solo se le hubiera metido algo en la cabeza.
Entonces el señor Beaurain, encolerizado, se volvió hacia su mujer:
-¿Ves adónde hemos llegado con tu poesía? ¿Eh? ¡Estamos frescos! Nos
llevarán a los tribunales, ahora, a nuestra edad, ¡por atentado contra
las buenas costumbres! ¡Y tendremos que cerrar la tienda, perder la
clientela y cambiar de barrio! ¡Estamos frescos!
La señora Beaurain se levantó y, sin mirar a su marido, se explicó sin cortedad, sin vanos pudores, casi sin vacilar.
-¡Dios mío!, señor alcalde, ya sé que somos ridículos. ¿Me permite
usted defender mi causa como un abogado o, mejor dicho, como una pobre
mujer? Espero que accederá a dejarnos volver a casa, y a evitarnos la
vergüenza de un proceso. En tiempos, cuando yo era joven, conocí al
señor Beaurain en este pueblo, un domingo. Él estaba empleado en una
mercería; yo era dependienta de un almacén de confección. Lo recuerdo
como si fuera ayer. Yo venía a pasar aquí los domingos, de vez en
cuando, con una amiga, Rose Levéque, con quien vivía en la calle
Pigalle. Rose tenía un amiguito, yo no. Eso era lo que nos traía por
aquí. Un sábado, él me anunció, riendo, que vendría con un camarada al
día siguiente. Comprendí perfectamente lo que quería; pero respondí que
era inútil. Yo era muy formal, caballero. Conque al día siguiente nos
encontramos con el señor Beaurain en el ferrocarril. Tenía buen tipo en
aquella época. Pero yo estaba decidida a no ceder, y no cedí.
Llegamos a Bezons. Hacía un tiempo magnífico, de esos días que hacen
cosquillas en el corazón. Yo, cuando hace bueno, lo mismo ahora que
entonces, entontezco, y cuando estoy en el campo pierdo la cabeza. El
verdor, los pájaros que cantan, los trigos que se agitan con el viento,
las golondrinas que vuelan tan rápido, el olor de la hierba, las
amapolas, las margaritas, ¡todo eso me vuelve loca! ¡Es como el champán
cuando una no está acostumbrada!
Así, pues, hacía un tiempo magnífico, y suave, y claro, que se metía
en el cuerpo por los ojos al mirar y por la boca al respirar. ¡Rose y
Simon se besaban a cada momento! Me daba no sé qué verlos. El señor
Beaurain y yo caminábamos tras ellos, sin hablar. Cuando uno no se
conoce, no se le ocurre nada que decir. Tenía una pinta tímida, el
chico, y me gustaba verlo cohibido. Llegamos al bosquecillo. Estaba
fresco como un baño, y todo el mundo se sentó en la hierba. Rose y su
amigo me gastaban bromas sobre mi aspecto serio; ya comprenderá usted
que yo no podía ser de otra manera. Y después volvieron a besarse sin
importarles que estuviéramos allí; y después se hablaron en voz baja; y
después se levantaron y se metieron entre el follaje sin decir nada.
Imagínese el papel tan bobo que yo hacía, frente a aquel mozo a quien
veía por primera vez. Me sentí tan confusa al verlos marcharse así que
me infundieron valor; y me puse a hablar. Le pregunté qué hacía; era
dependiente de una mercería, como le he dicho hace un rato. Charlamos,
pues, unos instantes; eso lo envalentonó, y quiso tomarse unas
libertades, pero lo puse en su lugar, estuve inflexible. ¿No es cierto,
señor Beaurain?
El señor Beaurain, que se miraba los pies confuso, no respondió. Ella prosiguió:
-Entonces el chico comprendió que yo era formal, y empezó a
cortejarme amablemente, como un hombre de bien. A partir de ese día
regresó todos los domingos. ¡Estaba muy enamorado de mí, caballero! ¡Y
yo también lo quería mucho, pero mucho! Era un guapo mozo, en tiempos.
En resumen, se casó conmigo en septiembre y pusimos un comercio en
la calle de los Mártires… Fue muy duro durante años, caballero. Los
negocios no marchaban; y no podíamos permitirnos partidas de campo. Y,
además, habíamos perdido la costumbre. Uno tiene otras cosas en la
cabeza; en el comercio, uno piensa más en la caja que en los requiebros.
Envejecíamos, poco a poco, sin darnos cuenta, como gente tranquila que
no piensa ya en el amor. No se añora nada mientras uno no percibe que
eso le falta.
Y después, caballero, los negocios fueron mejorando, ¡y ya no
tuvimos que preocuparnos por el futuro! Entonces, fíjese, no sé muy bien
lo que ocurrió en mí interior, no, de veras, ¡no lo sé! El caso es que
volví a soñar como una colegiala. La visión de los carritos de flores
que pasan por la calle me daba ganas de llorar. El olor de las violetas
venía a mi encuentro en mi sillón, detrás de la caja, ¡y hacía latir mi
corazón! Entonces me levantaba y me acercaba al umbral de la puerta para
mirar el azul del cielo entre los tejados. Cuando se mira el cielo en
una calle, parece un río, un largo río que desciende sobre París
retorciéndose; y las golondrinas pasan por él como peces. ¡Son de lo más
idiotas, esas cosas, a mi edad! ¿Qué quiere usted, señor? Cuando una ha
trabajado toda su vida, y llega un momento en que se da cuenta de que
habría podido hacer otra cosa, entonces la echa de menos, ¡oh, sí! , la
echa de menos. Imagínese que, durante veinte años, yo habría podido ir a
coger besos en los bosques, como las otras, como las otras mujeres.
¡Pensaba en lo hermoso que es estar acostada bajo el follaje amando a
alguien! ¡Y soñaba con eso todos los días, todas las noches! Soñaba con
claros de luna sobre el agua hasta que me entraban ganas de ahogarme.
No me atrevía a hablarle de eso al señor Beaurain al principio.
Sabía perfectamente que se burlaría de mí y me mandaría a vender mis
hilos y mis agujas. Y además, a decir verdad, el señor Beaurain ya no me
decía gran cosa; pero al mirarme al espejo comprendía también que
tampoco yo decía nada a nadie. Conque me decidí, y le propuse una
partida de campo en el pueblo donde nos habíamos conocido. Aceptó sin
desconfianza, y llegamos aquí, esta mañana, a las nueve. Me sentí muy
trastornada cuando entré en los trigales. ¡El corazón de las mujeres no
envejece! Y, de veras, ya no veía a mi marido como es, ¡sino como era
entonces! Se lo juro, caballero. De verdad de las buenas, estaba
embriagada. Empecé a besarlo; él se quedó más extrañado que si lo
hubiera querido asesinar. Me repetía: ‘Pero estás loca. Pero estás loca
esta mañana. ¿Qué es lo que te ha dado?…’ Yo no lo escuchaba, sólo
escuchaba a mi corazón. Y le hice entrar en el bosque… ¡Y ahí tiene!…,
he dicho la verdad, señor alcalde, toda la verdad.
El alcalde era un hombre de ingenio. Se levantó, sonrió y dijo:
-Váyase en paz, señora, y no peque más… bajo el follaje.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
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