En uno de mis blogs favoritos, Desde la ciudad sin cines,he encontrado una entrada que me ha cautivado, en la que se reproduce un maravilloso texto del escritor mexicano Federico Guzmán Rubio, que suscribo sin ninguna duda, en el que se explica muy bien qué es exactamente la pasión de leer, el muy noble vicio de la lectura:
LEER, por Federico Guzmán
Pasarse la vida apurándose para tener tiempo de leer. Madrugar o desvelarse, dependiendo de la fisiología y el temperamento, para leer. Cuidar el número de copas para que la cruda no impida leer o, por el contrario, dejarlas correr para que a la mañana siguiente la cruda no permita hacer nada, salvo leer. Terminar lo más rápido que se pueda un libro para empezar el siguiente: si es excelente, porque es excelente y pide ser leído de una sentada; si es malo (pero legible), para despacharlo y poder empezar algo bueno.
Si se quiere demorar la lectura de una novela, entonces no se lee más lento, sino que se lee algo entremedias, de preferencia poesía o cuento. Si se lleva un libro a mano, alegrarse al constatar de que la cola del banco es enorme, de que tres pacientes esperan ya turno con el dentista, de que se llegó veinte minutos antes a la cita. Enterarse de que a uno lo van a operar, y pensar antes que nada en qué libro llevar al hospital. Viajar a sitios lejanos y exóticos para acabar encerrado en una pensión de Sarajevo, en una cabaña de una playa tailandesa o en un hotel de Cuzco, leyendo.
Darse cuenta en el taxi de que con las prisas de la partida a uno se le olvidaron los libros en casa, y ponerse feliz, pues así podrá comprar dos o tres ejemplares impunemente en la librería del aeropuerto, sin el menor cargo de conciencia. Ver las estantería con las docenas de libros comprados y no leídos, y fingirse escandalizado y prometerse no volver a comprar ni uno solo, pero en el fondo sentirse aliviado, tranquilo. Aprender a deshacerse de los libros sin mayores tragedias, pues con el tiempo se aprende que, si es necesario, esos títulos regresarán a uno mediante caminos inescrutables, como dicen los creyentes que obra el Señor.
Leer rápido y mal lo que se tiene que leer por trabajo para poder leer lo que a uno le da la gana, sin importar que más de una vez la lectura obligatoria pudiera ser la elegida, y viceversa. Dejar sin leer algún título de un escritor admirado para un momento de desesperación que nunca llega; negarse a releer un libro que allá lejos y tiempo atrás resultó mágico como quien decidió no volver al lugar donde se fue feliz; resistirse a leer algo que todos recomiendan, quién sabe por qué. Sentirse triste al ir a una librería y darse cuenta de que ya ninguno de los ejemplares en la mesa de novedades representan un misterio, una invitación, y regresar a casa para descubrir que uno tiene el misterio, arrumbado, en el buró de la recámara o en la tapa del excusado.
Agradecerles a los seres queridos su inmensa paciencia, resignación, ante nuestra desastrosa afición por la lectura. Establecer metas, llenarse de buenas intenciones, confeccionar listas ordenadas de lecturas con el fin de drenar lagunas, todo para destruirlas a los dos días por culpa de una novela policiaca de moda o de una ganas irrefrenables de releer el Decamerón. Reconocer de inmediato a un verdadero lector, que pocas veces es escritor, crítico, editor o algo parecido, y sentir lástima por él, al tiempo que uno percibe la lástima que él está sintiendo por uno, pues ambos sabemos que el otro no tiene remedio y está jodido para siempre.
LEER, por Federico Guzmán
Pasarse la vida apurándose para tener tiempo de leer. Madrugar o desvelarse, dependiendo de la fisiología y el temperamento, para leer. Cuidar el número de copas para que la cruda no impida leer o, por el contrario, dejarlas correr para que a la mañana siguiente la cruda no permita hacer nada, salvo leer. Terminar lo más rápido que se pueda un libro para empezar el siguiente: si es excelente, porque es excelente y pide ser leído de una sentada; si es malo (pero legible), para despacharlo y poder empezar algo bueno.
Si se quiere demorar la lectura de una novela, entonces no se lee más lento, sino que se lee algo entremedias, de preferencia poesía o cuento. Si se lleva un libro a mano, alegrarse al constatar de que la cola del banco es enorme, de que tres pacientes esperan ya turno con el dentista, de que se llegó veinte minutos antes a la cita. Enterarse de que a uno lo van a operar, y pensar antes que nada en qué libro llevar al hospital. Viajar a sitios lejanos y exóticos para acabar encerrado en una pensión de Sarajevo, en una cabaña de una playa tailandesa o en un hotel de Cuzco, leyendo.
Darse cuenta en el taxi de que con las prisas de la partida a uno se le olvidaron los libros en casa, y ponerse feliz, pues así podrá comprar dos o tres ejemplares impunemente en la librería del aeropuerto, sin el menor cargo de conciencia. Ver las estantería con las docenas de libros comprados y no leídos, y fingirse escandalizado y prometerse no volver a comprar ni uno solo, pero en el fondo sentirse aliviado, tranquilo. Aprender a deshacerse de los libros sin mayores tragedias, pues con el tiempo se aprende que, si es necesario, esos títulos regresarán a uno mediante caminos inescrutables, como dicen los creyentes que obra el Señor.
Leer rápido y mal lo que se tiene que leer por trabajo para poder leer lo que a uno le da la gana, sin importar que más de una vez la lectura obligatoria pudiera ser la elegida, y viceversa. Dejar sin leer algún título de un escritor admirado para un momento de desesperación que nunca llega; negarse a releer un libro que allá lejos y tiempo atrás resultó mágico como quien decidió no volver al lugar donde se fue feliz; resistirse a leer algo que todos recomiendan, quién sabe por qué. Sentirse triste al ir a una librería y darse cuenta de que ya ninguno de los ejemplares en la mesa de novedades representan un misterio, una invitación, y regresar a casa para descubrir que uno tiene el misterio, arrumbado, en el buró de la recámara o en la tapa del excusado.
Agradecerles a los seres queridos su inmensa paciencia, resignación, ante nuestra desastrosa afición por la lectura. Establecer metas, llenarse de buenas intenciones, confeccionar listas ordenadas de lecturas con el fin de drenar lagunas, todo para destruirlas a los dos días por culpa de una novela policiaca de moda o de una ganas irrefrenables de releer el Decamerón. Reconocer de inmediato a un verdadero lector, que pocas veces es escritor, crítico, editor o algo parecido, y sentir lástima por él, al tiempo que uno percibe la lástima que él está sintiendo por uno, pues ambos sabemos que el otro no tiene remedio y está jodido para siempre.
Reírse de esos lectores exigentes a los que no les gusta nada y reírse, pero menos, de esos lectores generosos a los que les gusta todo. Leerlo todo. Agradecer que la memoria es frágil, pues así se puede volver a abrir un libro leído hace veinte años y leerlo como la primera vez. Mirar con azoro los propios subrayados de un volumen viejo y preguntarse cómo es posible que en tan pocos años uno sea una persona tan diferente, y el libro, otro libro. Entender que los demás son felices, viven plenamente, no son ni más sabios ni más tontos que uno, se van de este mundo sabiendo e ignorando lo mismo que todos, sin haber leído el Quijote. Aceptar que escribir es una pérdida de tiempo, pues roba tiempo a la lectura.
Entender que leer no hace mejor a nadie, pero sí peor. Sentir lástima por quien afirma, con una satisfacción arrogante, que no tiene tiempo para leer. Ser consciente de que los libros no cambian la vida, ni el mundo, ni a uno mismo; simplemente son parte de ellos, una de las mejores partes, claro. Nunca haber sabido lo que es el aburrimiento, nunca haberse lamentado por estar solo. Saber que cien años de ocio maravilloso no alcanzan para leer un carajo, y sentirse feliz ante la evidencia de que la literatura y la vida siguen siendo mucho más grandes que cualquiera de nosotros.
Entender que leer no hace mejor a nadie, pero sí peor. Sentir lástima por quien afirma, con una satisfacción arrogante, que no tiene tiempo para leer. Ser consciente de que los libros no cambian la vida, ni el mundo, ni a uno mismo; simplemente son parte de ellos, una de las mejores partes, claro. Nunca haber sabido lo que es el aburrimiento, nunca haberse lamentado por estar solo. Saber que cien años de ocio maravilloso no alcanzan para leer un carajo, y sentirse feliz ante la evidencia de que la literatura y la vida siguen siendo mucho más grandes que cualquiera de nosotros.
Guzmán es uno de los nuestros. Este texto lo demuestra y además, no se puede decir mejor. Eso es leer. El que lo ha probado, lo sabe.
Federico Guzmán Rubio (Ciudad de México, 1977) estudió Letras HIspánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México y es sido traductor, poeta y escritor de libros para niños y adultos. En el 2010 «Los andantes», con el que consiguió el primer puesto en el VIII Premio de Narrativa Caja Madrid de ese mismo año, en 2012 sale a la luz la novela «Será mañana». Actualmente reside en Madrid, donde cursa un doctorado en la Universidad Autónoma.
Publicado por Antonio F. Rodríguez.
Qué grande, y qué cierto, or recomiendo que leáis y que cuelgues, si puedes, Antonio, un artículo de El País de 3 de noviembre de 2000, de Juan José Millás, titulado "Escribir", muy corto y muy conmovedor sobre la grandeza de la escritura. Saludos
ResponderEliminarGracias por la recomendación, Gregorio. Así lo haré.
ResponderEliminarSalud y libros.
Antonio
Toda una exhortación con lúcidas reflexiones que, más que surgir del intelecto,parecen brotar del alma,de un espíritu agradecido por tantos momentos de buena lectura.Saludos.
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