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sábado, 21 de septiembre de 2024

El gesto de la muerte. Variaciones

Hace poco he releído en una antología de J. L. Borges y A. Bioy Casares este cuento breve o apólogo (narración corta, concisa y dialogada con fin moralizante,  en la que se suele personificar a seres abstractos), cuyo origen se remonta a escritos judeo-talmúdicos del siglo VI, extendida luego por la tradición musulmana.

«Érase una vez, en la ciudad de Bagdad, un criado que servía a un rico mercader. Un día, muy de mañana, el criado se dirigió al mercado para hacer la compra. Pero esa mañana no era como todas; porque esa mañana vio a la Muerte en el mercado y porque la Muerte le hizo un gesto.

Aterrado el criado volvió a la casa del mercader.

Amo —le dijo—, déjame el caballo más veloz de la casa. Esta noche quiero estar muy lejos de Bagdad. Esta noche quiero estar en la remota ciudad de Ispahán.                                                     

—Pero ¿Por qué quieres huir?

—Porque he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza.                       

El mercader se compadeció de él y le dejó el caballo; y el criado partió con la esperanza de estar por la noche en Ispahán.

Por la tarde, el propio mercader fue al mercado, y, como le había sucedido antes al criado, también él vio a la Muerte.

—Muerte —le dijo acercándose a ella—, ¿Por qué has hecho un gesto de amenaza a mi criado?

—¿Un gesto de amenaza? —contestó la Muerte— No, no ha sido un gesto de amenaza, sino de asombro. Me ha sorprendido verlo aquí, tan lejos de Ispahán, porque hoy en la noche debo llevarme en Ispahán a tu criado».

Esta historia, sorprendente y breve, alcanzó gran difusión tras una versión corta de Jean Cocteau, ha sido incluida y versionada en textos de diferentes autores: B. Atxaga, W. S. Maugham, J. Archer, K. Neville; pero me ha llamado mucho la atención esta variación que escribió Juan Benet.

«El criado de un rico mercader, en estado de intenso azoramiento, llegó al mediodía a casa de su amo, un rico comerciante, y con las siguientes palabras le vino a explicar el trance por el que había pasado:

—Señor, esta mañana mientras paseaba por el mercado de telas para comprarme un nuevo sudario, me he topado con la Muerte, que me ha preguntado por ti. Me ha preguntado también si acostumbras a estar en casa por la tarde, pues en breve piensa hacerte una visita. He pensado, señor, si no será mejor que lo abandonemos todo y huyamos de esta casa a fin de que no nos pueda encontrar en el momento en que se le antoje.

El comerciante quedó muy pensativo.

—¿Te ha mirado a la cara, has visto sus ojos? —preguntó el comerciante, sin perder su habitual aplomo.

—No, señor. Llevaba la cara cubierta con un paño de hilo, bastante viejo, por cierto.

—¿Y además se tapaba la boca con un pañuelo?

—Sí, señor. Era un pañuelo barato y bastante sucio, por cierto.

—Entonces no hay duda, es ella —dijo el comerciante. Y tras recapacitar unos minutos añadió: Escucha, no haremos nada de lo que dices; mañana volverás al mercado de telas y recorrerás los mismos almacenes y si te es dado encontrarla en el mismo o parecido sitio procura saludarla a fin de que te aborde. En modo alguno deberás sentirte amedrentado. Y si te aborda y pregunta por en los mismos o parecidos términos, le dirás que siempre estoy en casa a última hora de la tarde y que será un placer para mi recibirla y agasajarla como toda dama de alcurnia se merece.

Así lo hizo el criado y al mediodía siguiente estaba de nuevo en casa de su amo, en un estado de irreprimible zozobra

—Señor, de nuevo he encontrado a la Muerte en el mercado de telas y le he transmitido tu recado que, por lo que he podido observar, ha recibido con suma complacencia. Me ha confesado que suele ser recibida con tan poca alegría que nunca logra visitar a una persona más de una vez y que por ser tu invitación tan poco común piensa aprovecharla en la primera oportunidad que se le ofrezca. Y que piensa corresponder a tu amabilidad demostrándote que hay mucha leyenda en lo que se dice de ella. ¿No será mejor que nos vayamos de aquí sin que nos demuestre nada?

—¿Lo ves? —repuso el comerciante, con evidente satisfacción—. La hemos ahuyentado; puedo asegurarte que ya no vendrá en mucho tiempo, si es que un día se decide a venir. Tiene a gala esa dama presumir de que ella no busca a nadie, sino que todos, voluntaria o involuntariamente, la requieren y persiguen. Y, por otra parte, nada le gusta tanto como las sorpresas y nada detesta como el emplazamiento a fecha fija. Debes conocer esa historia de la antigüedad que narra el encuentro que tuvo con ella un hombre que trataba de huir de una cita que ella no había preparado. Pues bien, me atrevo a afirmar que ahora que la hemos invitado no acudirá a esta casa, a no ser que cualquiera de nosotros dos pierda el aplomo y se deje arrastrar a alguna de sus astutas estratagemas.

Aquella tarde, la Muerte, con un talante sinceramente amistoso y desenfadado, acudió a la casa del comerciante para, aprovechando un rato de ocio, testimoniarle su afecto y disfrutar de su compañía y de su conversación. Pero el criado al abrir la puerta no pudo reprimir su espanto al verla en el umbral, la cara cubierta con un paño de hilo muy viejo y protegida la boca con un pañuelo sucio, y sospechando que se trataba de una añagaza compuesta entre su amo y la dama para perderle, se precipitó ciego de ira en el gabinete donde descansaba aquel y, sin siquiera anunciarle la visita, lo apuñaló hasta matarle y huyó por otra puerta.

Cuando la Muerte, extrañada del silencio que reinaba en la casa y de la poca atención que le demostraba aquel hombre que ni siquiera le invitaba a entrar, por sus propios pasos se introdujo en el gabinete del comerciante, al observar su cuerpo exánime sobre un charco de sangre no pudo reprimir un gesto de asombro que pronto quedó subsumido en un pensamiento habitual y resignado:

En fin, lo de siempre. Otra vez será».

Tras leerlas, me vino a la memoria un romance anónimo español del siglo XVI cantado por Víctor Jara (véase aquí) y por Amancio Prada (y aquí) sobre el mismo tema: la muerte como hecho inexorable y la imposibilidad de escapar a un destino fijado.

 

El enamorado y la muerte

Un sueño soñaba anoche, soñito del alma mía,

soñaba con mis amores que en mis brazos se dormían.

Vi entrar señora tan blanca muy más que la nieve fría.                                          

¿Por dónde has entrado amor?¿Cómo has entrado, mi vida?

las puertas están cerradas, ventanas y celosías.

No soy el amor, amante: la muerte que Dios te envía.

¡Hay muerte tan rigurosa, déjame vivir un día!                                                     

Un día no puedo darte, una hora tienes de vida.

Muy deprisa se levanta, más deprisa se vestía,

ya se va para la calle donde su amor vivía.

¡Ábreme la puerta blanca, ábreme la puerta, niña!

¿La puerta cómo he de abrirte, si la ocasión no es venida?

Mi padre no fue a palacio, mi madre no está dormida.

—Si no me abres esta noche ya nunca más me abrirías,

la muerte me anda buscando, junto a ti vida seria.

—Vete bajo la ventana donde bordaba y cosía,

te echaré cordón de seda para que subas arriba,

si la seda no alcanzara mis trenzas añadiría.

ya trepa por el cordel, ya toca la barandilla,

la fina seda se rompe, él como plomo caía.

La muerte le está esperando abajo en tierra fría.

Vámonos, el enamorado, la hora ya está cumplida.

En fin, como dijo Benjamin Franklin: «En esta vida sólo se puede estar seguro de dos cosas: la muerte y los impuestos».

Publicado por John Smith.

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