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sábado, 3 de junio de 2023

Antonio Gala, poeta

 

 

Enemigo íntimo

1

Cuando el amor cierra los ojos para

beber en unos labios

el agua que un momento se le presta,

se hace en torno la muerte y queda sólo profundamente vivo

lo que es de suyo desvalido y torpe:

el tacto, que resbala

como un reptil sobre las superficies.

Entonces el amante

sacia su propia soledad y estrecha

al amado con el mortal abrazo

de la serpiente, cuyo anillo busca

extinguirlo, morir, desvanecerlo.

Vuélvese hacia el vacío

interior y descubre vacilante

un nuevo ser dentro de sí; percibe

su soledad doblada,

y, enajenado y alterado, en sí

cava un abismo, al borde

del otro abismo, al que se lanza viendo su odio en el del otro ensimismado.

Qué rencor sobreviene

a ese extraño que somos

al sorprenderse dado y no cumplido:

muerde, araña, devora, absorbe, intenta de su propia traición tomar venganza, posee lo que jamás fue menos suyo,

y así se rinde y cree vencer, dejando su soledad, el patrimonio único,

invadida a merced del enemigo.

Nadie hay más fuerte que el amado. Nadie un combate decide tan impávido.

Armagedón sin ruegos, envolverse

ve el amante su espada en negaciones.

Y es la helada ceniza

del desencanto lo que descubrimos

cuando la pleamar

recoge de la playa sus diademas.

Cumple el ritual amante de esta forma un equilibrio misterioso, y vuelve

la armonía, que al ciego impone quien se sonríe y eternamente aguarda.

Desnudo y vulnerado, ante el hostil

secreto, en los canchales del engaño, mira el violentado su destino

inútil ya como un pájaro muerto,

mientras sobre la tierra

queda maduro un fruto y preparado.

 

2

Dice el amante en el amor palabras

que no entiende, mentiras

con que procura defender el brote

de su esperanza, rehecha en cada hora.

Antes de que el amor

desenmascare su voracidad

y en litigio se exprima la mandrágora, del todo y para siempre

piensa nacer. Pero hay una sonrisa

por el aire que sabe la verdad.

No es el tiempo el que pasa,

sino el amante, y dura

la promesa tan sólo

el instante que dura la expresión.

No somos dueños del amor, ni puede

el éxtasis morderse como un fruto.

Vuelve el amante en sí

y de su vieja soledad recobra

los fatales rincones. Le sorprende

el despreciado intruso

que a hurtarle vino su abundancia, y odia la mano que hace poco reclamaba.

No somos dueños del amor: amamos

lo que podemos, pues la muerte y

el amor no se escogen. Presentimos

que los raudales de la soledad

volverán a correr aún más copiosos,

pero intentamos destronar la muerte

con el beso. Y en tanto

besamos, se nos vuela la mirada

hacia lo nuestro, que es el desamor

y su cierta inminencia.

Busca el amante introducirse en

el oscuro recinto del amado

para salir del suyo y olvidarse.

Busca otra soledad y no la encuentra, porque es la soledad el amor mismo

disfrazado de carne y de caricia,

alzando su clamor en el desierto.

Nada puede libranos

de este ajeno enemigo,

sino la luminosa muerte, donde

el fuego nos asume, recupéranos

la quietud y en el silencio se hunden las promesas de eterno amor. La muerte, cuya serenidad

detiene la aventura enardecida

o el sonámbulo intento

del que ama. La muerte, cuya cera

no se funde al ardor de los abrazos.

 

3

Salta el amor, como una alondra súbita, de mirada en mirada. Qué alegría

pone al tallo de la flor, mientras se pierden los amantes en selva

de delicias, cantando

por la mañana de oro protegidos.

No obstante, entre las dos

cinturas permanece

el filo de un cuchillo. Cada amante

es su alondra, su selva y su mañana:

en sí las goza, en sí las extravía.

Amor no es más que estar

amando, sin sentir el oleaje

en que a la fiebre sigue la desgana.

Pero el amante sabe, anochecido,

que lo suyo es el mar,

y sólo anhela ya tender los brazos,

asirse en el destrozo

a una palpitación que desafíe

a la muerte, salvarse de la muerte,

resistirla, burlarla.

Su tentativa alarga el regocijo

de la mañana, al parecer, y tiñe

su corazón de azul. Mas es inútil,

porque entre labio y labio se previene el filo del cuchillo.

Edifica el amor

su vana arquitectura sobre arena,

cerca de aquella rada donde gime

constante la palabra «fin», y es todo menos que aire, pues

está el corazón y el corazón

es cosa de la muerte.

Cuando el amante se hace olvidadizo

y va a poner su vida en otros ojos

por librarla, diciéndose: «Imposible

que aquí la encuentre», ignora

que el filo de un cuchillo

puede muy bien cortar una mirada.

Qué baldío forcejeo

entristece al amor. De muerte somos

más cada día, apresuradamente,

y aventurarse en las sutiles cuencas

de su dominio es el recurso único

para vencer. Así

lo introdujo Holofernes en su tienda

con requiebros de amor. En paz y a oscuras, a salvo con la muerte

de este pavor, de esta espantada huida a nuevas simas, de este cuerpo a cuerpo del amor, en la linde de la nada,

en esa linde peligrosa, aguda,

cortante como el filo de un cuchillo.

 

4

Mira el haz de la Tierra

y dice: «Todo es mío»;

el aljibe y: «Mañana con la escarcha, o esta noche, podré beber». Observa

las colinas y en su liviana curva

se complace. Al esclavo hiere y brota obediente la sangre.

«Todo es mío», repite. «Sueño mío.

Soy yo de otra manera».

César de un día, echa el amante suertes y se pierde a sí mismo, atravesando

el río que separa los pronombres.

«Seremos uno», y sigue

el agua la llamada

del mar, en tanto el cauce permanece

entre las dos riberas.

Tiene el amor una moneda, cuyo

reverso no permite efigie alguna,

y entre la sed de los amantes huye

lo irrepetible. (César

y nada.) La paloma blanca suele

anidar en la copa de los cedros

más altos. («Todo es mío».) El agua nunca viene: va siempre, va, desaparece

por detrás del color y la forma,

reflejando al amante absorto, mudo,

de pie ya al otro lado del espejo.

A solas con su herida

(«Hiero y brota la sangre... ») ve evadirse lo rojo y lo tenaz

de la culpa. Callar: eso es la muerte.

Antes éramos uno y todo quiere

la unidad. Esta carne,

esta desamparada resistencia,

se someterá cuando

caiga el octavo velo, su baluarte

y frontera. También muda de piel

a espaldas de diciembre,

en su letargo, la serpiente. Ansía

volver el César, y anda

sin pausa en busca siempre

de los idus de marzo.

(El agua va, la sangre viene...) El héroe es el gusano. El día

de desposarse con la primavera

que irrumpirá en el bosque

es antes de su adviento.

A la mitad de marzo hay un cobijo,

en el corazón último,

donde perdura en flor el no nacido

abril, y la oropéndola

es sólo el trino. Donde

«¿quién fui?», pregunta el César. Y sonríe.

 

5

Somos islas errantes. Solitarios

que corren juntos sin saber adónde.

Hecho está el juego, y se prohíbe ya

rectificar la apuesta: hay que adoptarlo, hay pendiente un designio.

Nos posee

aquello que creemos

poseer, y aquello que nos quema

no es más que el eco de una voz. Su nido tiene la golondrina en un calor

lejano, y respeta el heliotropo

mandatos de oro. Alguien

remueve las profundas aguas negras

y echa a volar después. En vano busco por la altamar caminos, huellas, contra las que oprimir mi pie y decir: «Estuve aquí otra vez y ardía. Reconozco

esta muerte, esta noche: son las mías.

Llevo en la frente su medida. Puedo

olvidar a los otros. Ofuscado

dormiré en la tiniebla sin estelas,

a la que el orto de la luna teme».

Pero el amor es una ardiente cábala

con sal trazada en medio de la espuma.

Ha de arrastrarse un corazón tras otro interminablemente, conspirar

con un cómplice en ese breve crimen

del abrazo. Qué sin sentido vamos.

Qué huérfanos de abril y de esperanza.

Trémulos como el ave

que perdió su canción y no la encuentra, y se ha olvidado de quién es y cuál

era su rama. En vilo mantenidos

la víspera de nada,

del peso de las alas prisioneros,

entre el aire total, sin rumbos, sobre el divino cantil, en que las islas

habrán de ser varadas para siempre

junto al agua nocturna e inmutable.

 

6

Hay tardes en que todo

huele a enebro quemado

y a tierra prometida.

Tardes en que está cerca el mar y se oye la voz que dice: «Ven».

Pero algo nos retiene todavía

junto a los otros: el amor, el verbo

transitivo, con su pequeña garra

de lobezno o su esperanza apenas.

No ha llegado el momento. La partida

no puede improvisarse, porque sólo

al final de una savia prolongada,

de una pausada sangre,

brota la espiga desde

la simiente enterrada.

En esas largas

tardes en que se toca casi el mar

y su música, un poco

más y nos bastaría

cerrar los ojos para morir. Viene

de abajo la llamada, del lugar

donde se desmorona la apariencia

del fruto y sólo queda su dulzor.

Pero hemos de aguardar

un tiempo aún: más labios, más caricias, el amor otra vez, la misma, porque

la vida y el amor transcurren juntos

o son quizá una sola

enfermedad mortal.

Hay tardes de domingo en que se sabe

que algo está consumándose entre el cálido alborozo del mundo,

y en las que recostar sobre la hierba la cabeza no es más que un tibio ensayo de la muerte. Y está

bien todo entonces, y se ordena todo, y una firme alegría nos inunda

de abril seguro. Vuelven

las estrellas el rostro hacia nosotros para la despedida.

Dispone un hueco exacto

la tierra. Se percibe

el pulso azul del mar. «Esto era aquello».

Con esmero el olvido ha principiado

su menuda tarea...

Y de repente

busca una boca nuestra boca, y unas

manos oprimen nuestras manos, y hay

una amorosa voz

que nos dice: «Despierta.

Estoy yo aquí. Levántate». Y vivimos. 

 

Antonio Gala (Brazatortas, Ciudad Real, 1930-2023) es un escritor, dramaturgo y periodista español. Pasó su infancia en Córdoba, fun lector muy precoz de poesía. A los quince años estudió Derecho en Sevilla, luego hizo Filosofía y Letras, Ciencias Políticas y Económicas, en Madrid y como alumno libre. Intentó ser Abogado del Estado y cartujo, pero ninguna de las dos cosas estaba hecha para él. 
                    
Después de llevar una vida algo bohemia en Portugal y Florencia, inició una brillante carrera como poeta, autor teatral de éxito, periodista y finalmente también novelista a partir de los años 90. Ha ganado premios en casi todos los géneros, entre otros un accésit del Premio Adonais, el Planeta, el César González-Ruano de periodismo y el Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca. Éste es el enlace de su página web y aquí podéis ver la web de su fundación para jóvenes creadores.
 
En el 2011 le diagnosticaron un tumor de difícil extirpación y todos nos temimos lo peor. Pero cuatro años más tarde, había vencido el cáncer. Falleció el pasado 28 de mayo, debido a otras causas, probablemente, de viejo.
 
Publicado por Antonio F. Rodríguez. 

2 comentarios:

  1. Llevaba ya años retirado de la circulación. Llegué a pensar que se había muerto. Lo recuerdo con su pañuelo al cuello, vestido de manera exquisita y con uno de sus 3000 bastones. Disfrutaba oyéndose hablar. Los demás, por lo general, también. Se recreaba en sí mismo como objeto de creación/adoración estetica. Era un dandi. En el país de los zafios, brillaba con luz propia. De la estirpe de Oscar Wilde, aunque nacido en Brazatortas, provincia de Ciudad Real. Ejercía de caballero andaluz, con todos los manierismos propios del sur. Había quien consideraba a Antonio Gala cursi y relamido. Hasta cierto punto, lo era. Pero el personaje a mí me resultaba encantador: culto, fino, irónico, tolerante, a su modo progresista, entre el señorito de la copla y un romano de la decadencia, con toda la historia a sus espaldas. Tiene poemas, obras de teatro y alguna novela dignas de ser leídas y disfrutadas. Además, fue un gran articulista. Descanse en paz don Antonio Gala.

    Un saludo.

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  2. Gracias, Alberto. Si alguien quiere leer algo suyo, recomendaría los libros de artículos como, por ejemplo, «Charlas con Troylo».
    Salid y libros.

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