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miércoles, 6 de enero de 2016

El Reino - Emmanuel Carrère

 
Título: El Reino

Autor: Emmanuel Carrère
 

Páginas: 520
 

Editorial: Anagrama
 

Precio: 24,90 euros
 

Año de edición: 2015

Me dispongo a hablarles a ustedes en este blog, gracias a la amabilidad de Antonio, nada menos que del reino de Dios, o más sutilmente de «El Reino», a secas, como ha preferido denominarlo el avezado escritor parisino EmmanuelCarrère (París, 1957), en el último de sus ensayos. Nuestro hombre, esta vez, no se ha propuesto investigar los orígenes de ningún antepasado ignoto, como antes había hecho en «Una novela rusa», sino algo… todavía mucho más complicado… ¡ni más ni menos, que dar con el paradero de Cristo! Así es, Carrère, en «El Reino», persigue la ardua misión no sólo de localizar a Jesucristo y bosquejar a grandes rasgos la cronología de los tres últimos años de su vida, sino también poder exhibir toda una serie de hechos, atribuidos a aquel, de los que podría deducirse su origen divino, metahumano. 

Carrère confiesa en su obra que, luego de haberla recobrado durante los primeros años de su madurez, volvió a perder la fe de nuevo al cabo del tiempo. Entendiendo por fe, en este caso, la creencia en la posibilidad de un Dios supremo y su transustanciación en forma humana, hace dos mil años, bajo la figura de Jesucristo. La primera parte del libro la dedica a explicar a grandes rasgos y a través de lo que a él le fue ocurriendo los motivos a considerar para verse afectado por tales veleidades místicas. Es aquí cuando la proximidad del texto al lector se hace más evidente. Es todo muy contemporáneo.

Pasa luego, el escritor francés, a ocuparse de la palabra revelada y, pese a admitir en repetidas ocasiones que no otro que el de la fe habrá de ser el pilar fundamental -en realidad único- sobre el que va a poder fraguarse la creencia en Dios, tenaz y porfiado parece querer aferrarse sin embargo, deudo de su idiosincrasia racionalista de finales del siglo veinte, a la posibilidad de demostrar esos dos acontecimientos trascendentales (la existencia de la divinidad y su ocasional corporeización en Judea hace unos veinte siglos) a través de una serie de hechos contantes y sonantes. A tales fines, recurre a Pablo de Tarso (sus «Cartas» y los «Hechos de los Apóstoles») y a San Lucas (su evangelio), resaltando ante el lector, aquellos pasajes de los textos citados en los que va a caber apreciarse en la palabra y la conducta de Jesucristo, el profeta, el proclamador, una magnitud mística, unos dones, que, por trascender con creces los que serían propios de la naturaleza de los hombres, solo podrían hallar justo acomodo («justo» en el sentido de racional) en unos designios de origen divino.

Y aunque en nuestro hombre, sometidos a su propio juicio la parábola y el milagro de los que en cada caso se trate, termina siempre por imponerse el escepticismo, llegando al punto de poner en entredicho la figura misma de Jesús el nazareno, por más que un renuncio como ese les podría haber sentado como una verdadera crucifixión a los entusiastas glosadores que lo sirven de guía, no es menos cierto que en todo momento trata el asunto de Cristo, sus prodigios y sus enseñanzas, con tales dosis de cariño y sensibilidad, que, decantándose de manera contundente (que no perenne, desea aclararnos Emmanuel en una de las últimas páginas de su obra) por la total fantasía de la historia que se nos cuenta, nos induce, sin embargo, a creer en ella. Así es, el agnosticismo de «El Reino» va a contribuir paradójicamente, dada la exquisita sensibilidad de Carrère a la hora de exponer los hechos que narra -al punto de preguntarnos si no estaremos, acaso, ante un ultracatólico embozado, je, je…- a que sus lectores podamos «mejorar» nuestra fe en Dios.

Lo cierto es que si Carrère no cree en Dios, sí que lo hace, sí que cree, en todas aquellos personajes como Pablo y Lucas, los primitivos cristianos, que, al margen de glosar la pretendida figura de Jesucristo, cuya existencia, ya lo hemos dicho, él va a considerar incluso cuestionable, se encargaron de propagar entre sus semejantes -a imagen, decían, de su maestro- cierto código ético que de acuerdo a las pautas sociales, políticas e incluso psicológicas imperantes por aquella época, podría ser calificado de estrafalario. El del amor incondicional al prójimo. El amor a todos los hombres.

A modo de punto y final, cabría añadir que encontrándonos, sí, ante un excelente texto, acorde con los derroteros más actuales de esa metaficcionalidad que incita al novelista a transmutarse en personaje de sus textos y, de manera simultánea, convertir a los verdaderos personajes de ficción que los pueblan (aunque en este caso pudieren no serlo tanto) en una especie de vecinos del quinto de los que poder echar mano si se nos termina el detergente, su prosa no llega, a mi juicio, al exquisito nivel de esa otra obra genial sobre el tema que es «El Reino de los réprobos», de Burgess, a la que sí que encuadraría, sin la menor duda, bajo el concepto de clásico atemporal.

En cualquier caso, un magnífico libro: ameno, apasionado y dulce con el que poder hacerse uno una idea aproximada de los primeros tiempos del cristianismo y pasárselo además, lo que se dice, muy bien. Y si se complementa con el de Burgess pues… ¡miel sobre hojuelas!

Emmanuel Carrère

Publicado por Julián Bluff.

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