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martes, 30 de septiembre de 2014

La serpiente de oro - Ciro Alegría

 

Título: La serpiente de oro
Autor: Ciro Alegría

Páginas: 184


Editorial: Alianza

Precio: 5,60 euros

Año de edición: 1995

Primera novela publicada por Ciro Alegría en 1935, este libro narra cómo es la vida cotidiana de los habitantes del valle del Calemar, en Perú, situado en plena selva y atravesado por el imponente Marañón, uno de los afluentes más poderosos del alto Amazonas, un río grande, grande hasta no saber el fin. El gran río, con su fuerza devastadora, su halo de mitos y leyendas, su riqueza inagotable, domina la región y su presencia se nota en todas las páginas de esta obra.

En ese valle viven, a la orilla del río, los balseros, gente intrépida y habilidosa, capaz de atravesar el río aunque venga con crecida y las condiciones no acompañen. Conocen el Marañón y lo respetan, es su medio de vida, pero también puede traerles la muerte. El tema del libro es la historia de un pequeño pueblo situado en la orilla y de un barquero, Arturo, un joven que ha aprendido bien el oficio y al que le pasarán mil y una aventuras.

Esta obra es una de las más representativas del llamado indigenismo, un movimiento que llega hasta nuestros días, trata de valorar las culturas indígenas y cuestiona los fenómenos de discriminación y etnocentrismo que redundan en perjuicio de esas culturas autóctonas. Y esta novela parece una inmersión radical en esa cultura, porque parece describir y reflejar casi todo: la forma de hablar, las preocupaciones, los problemas, la cosmovisión, las formas de vida de allí. En ese sentido es una experiencia muy completa, el lector se empapa de todo eso casi sin darse cuenta.

Por otro lado, está llena de pequeñas historias, narraciones geniales que parecen tomadas directamente de la tradición oral. Historias dentro de la historia principal que a veces resultan interesantísimas, como el relato del viejo Matías, el cura ladrón, el puma encantado, el teniente coronel analfabeto, el ingeniero joven e inexperto, enviado allí para explotar la jungla, la serpiente amarilla... Un libro de 19 capítulos, 5 inviernos y 100 historias a cual más interesante. 

Aquí se aprende cómo mueren los pajaritos, cómo pescar con dinamita aunque esté prohibido, cómo pasar el río cuando la cosa está brava, que «Los Andes, la selva y el río son duros», que hay que respetarlos, y que hay viejos que cuando cae una desgracia del cielo, repiten «Señor, aplica tu ira», en lugar de «Señor, aplaca tu ira». Hay épica, poesía y literatura comprometida en esta maravillosa novela que parece nacer, exuberante y húmeda, de la misma floresta tropical.

El lenguaje es florido y brillante, envolvente y maduro, una maravilla. He leído que no se puede comprender bien el boom latinoamericano y cómo creció la literatura iberoamericana en el siglo XX sin tener en cuenta a Ciro Alegria y su influencia. Un libro estupendo que gustará a todos, que nos trae el Perú más rural, la selva y el Marañón a casa. No se puede pedir más.
  
El río Marañón

Ciro Alegría (Sartimbamba, 1909-1967) fué un escritor, periodista y político peruano, famoso por su sentido del humor y por su calidad humana. Todos dicen de él que era una buena persona. Nacido en una familia de hacendados blancos y ricos, nació en la sierra y conivió durante los primeros años de su vida con indios y cholos, peones y trabajadores, como un igual. Aquellas experiencias le sirvieron para escribir sus novelas indigenistas.

Fué un activista político; fué primero detenido y torturado, luego encarcelado, por pertenecer a la APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), un partido de izquierdas revolucionario que intentaba ser panamericano, y finalmente liberado por un amnistía un año más tarde.

Entonces se dedicó a escribir y publicó tres novelas («La serpiente de oro», «Los perros hambrientos» y «El mundo es ancho y ajeno») con las que ganó varios premios y es que realmente están entre lo mejor de su producción. Luego viajó a Estados Unidos, Cuba y Puerto Rico, mientras se dedicaba al periodismo, la traducción y la enseñanza universitaria. En 1957 regresó a Perú, ingreso en el partido Accion Popular y llegó a ser diputado. Todavía encontró tiempo para escribir algunos libros de cuentos y ensayos.

 
Ciro Alegría

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Cuentos de hijos y padres - Varios autores


Título: Cuentos de hijos y padres 
Autor: Varios autores

Páginas: 275 


Editorial: Páginas de espuma

Precio: 15 euros

Año de edición: 2001

Aquí tenemos uno de sus libros que tanto me gustan, porque sirven para conocer nuevos autores, compararlos y a mí me sirven de descanso entre novela y novela, especialmente si son largas y difíciles de entender. 

Es una selección muy bien escogida de veintidós cuentos sobre las relaciones entre padres e hijos escritos por otros tantos autores españoles e hispanoamericanos en la segunda mitad del siglo XX. La lista de escritores es impresionante, aunque la selección se ha realizado por la calidad de cada cuento, no por la bondad del autor. Hay piezas de Francisco Umbral, Manuel Andújar, Orlando Araújo, Josep Vicent Marqués, Diego Muñoz Valenzuela, Jorge Luis Borges Enrique Vila-Matas, Carmen Martín-Gaite, Marcelo Cohen, Gonzalo Calcedo, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Jesús López Pacheco, Óscar Peyrou, Magali García Ramis, Alonso Ibarrola, Antonio di Benedetto, Augusto Roa Bastos, Marvel Moreno, Javier González, Rodrigo Rey Rosa y Juan Forn.

Los textos están organizados en cuatro partes, tituladas «La alegría», «La deuda», «La fidelidad» y «La verdad», y vienen acompañados de un inteligente prólogo que anima a la lectura del chileno Diego Muñoz Valenzuela, del que se incluye un cuento emocionante y maravilloso titulado «Adagio para un reencuentro» que utiliza una pieza musical, el Adagio de Barber, como música de fondo para un reencuentro muy especial entre un hijo y su padre.

El Adagio de Barber (West Chester, USA, 1910-1981)

Son relatos muy buenos, llenos de sentimiento, pero no dulzones, nada lacrimógenos en absoluto, sino textos que saben explotar muy bien las posibilidades, los matices que ofrece esa relación tan especial, la que hay entre los hijos y sus padres y madres.

Mis favoritos son: «La mecedora» de Francisco Umbral, con una prosa rítmica y envolvente como una mecedora de familia; «La Santa» de Gabriel García Márquez, fenomenalmente bien escrito, sobre la obsesión de un padre por beatificar a su hija; «Desde los hombros de mi padre» de Jesús López Pacheco, lleno de compromiso social; «La traición de una madre» de Óscar Peyrou, con la magia del punto de vista de un niño; «Una semana de siete días», cuya protagonista es inmune al desamor de su madre; «La residencia» de Alonso Ibarrola, con un leve toque de realismo mágico; «Hasta donde recuerdo» de Javier González, sobre un hijo que descubre el secreto de sus padres, y «La niña que no tuve» de Rodrigo Rey Rosa, una historia conmovedora sobre el tiempo que se acaba.

Una recopilación de cuentos sensacional, para relajarse, disfrutar y comparar, sobre un tema que da para mucho y sin embargo, no está suficientemente utilizado ni explotado. No es un libro fácil de conseguir, pero si lo encontráis, no lo dejéis escapar.

Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956) autor
del prólogo y de uno de los mejores cuentos aquí incluidos

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Un castellano leal - Duque de Rivas

Carlos V retratado por Tiziano; así se le describe en la parte II

¡Qué poesías nos hacían aprender antes en el colegio! Sí, antes de la LOGSE, en los colegios españoles era habitual hasta los años 80 obligar a los niños a aprenderse de memoria largas poesías. Una costumbre que luego se desterró completamente de los colegios, cosa que sinceramente me parece un error. 

Sin exagerar, porque es verdad que todos los extremos son malos, y sin que el memorizar sea la base de la educación, viene bien como complemento aprenderse algunas cosas, por ejemplo poemas. En primer lugar, porque la memoria puede ejercitarse como un músculo hasta llegar a retener enormes cantidades de datos, y ejercitarla un poco no viene nada mal porque a veces puede ser muy útil. 

En segundo lugar, porque el ritmo de la poesía se adapta muy bien a la memoria, y es algo que puebla nuestros recuerdos de literatura durante años. Hay poemas aprendidos en la escuela que se recuerdan toda la vida.

Por ejemplo, éste que es uno de mis favoritos, «Un castellano leal» del Duque de Rivas. Hay estrofas muy buenas, en las que el verso fluye con mucha naturalidad y nos habla de algo que según parece forma parte, para bien y para mal, de nuestra forma de ser colectiva: el sentido del honor caballereso. En el extranjero la expresión un «caballero español», tiene un significado especial.

Está basado en hecho históricos y lo que cuenta resulta extremadamente curioso. En tiempos de Carlos I de España y V de Alemania, el gran Emperador, España ganó la batalla de Pavía (1525) frente al ejército francés gracias, en buena medida, a que el Duque de Borbón traicionó al rey de Francia y se pasó al bando español. Después de eso, Carlos V recibió la visita del Duque de Borbón y le pidió que le alojase en su palacio a uno de sus hombres más leales, el Conde de Benavente

Pero el conde era todo un carácter aunque tenía ya setenta años. Había luchado a favor de Isabel la Católica, al lado del emperador Carlos en Villalar, había rechazado nada menos que el Toisón de Oro por ser una condecoraciòn extranjera y como era Grande de España, tenía el privilegio de permanecer con la cabeza cubierta en presencia del rey. Era un hombre de honor y no podía soportar la idea de mancillar los muros de su morada con la presencia de un traidor. Pero por otro lado le debía obediencia a su rey ¿Cómo resolver el dilema? Para saberlo váis a tener que leer el romance.


Un castellano leal

I


Hola, hidalgos y escuderos
de mi alcurnia y mi blasón,
mirad, como bien nacidos,
de mi sangre y casa en pro.


Esas puertas se defiendan,
que no ha de entrar ¡vive Dios!
por ellas, quien no estuviere
más limpio que lo está el Sol.


No profane mi palacio
un fementido traidor
que contra su rey combate
y que a su patria vendió.


Pues si él es de reyes primo,
primo de reyes soy yo,
y conde de Benavente
si él es duque de Borbón,


llevándole de ventaja
que nunca jamás manchó
la traición mi noble sangre,
y haber nacido español.


Así atronaba la calle
una ya cascada voz,
que de un palacio salía
cuya puerta se cerró,


y a la que estaba a caballo,
sobre un negro pisador,
(siendo en su escudo las lises
más bien que timbre, baldón;


y de pajes y escuderos
llevando un tropel en pos,
cubiertos de ricas galas),
el gran duque de Borbón,


el que lidiando en Pavía
más que valiente, feroz,
gozóse en ver prisionero
a su natural señor,


y que a Toledo ha venido
ufano de su traición,
para recibir mercedes,
y ver al Emperador.


II


En una anchurosa cuadra
del alcázar de Toledo,
cuyas paredes adornan
ricos tapices flamencos,


al lado de una gran mesa
que cubre de terciopelo
napolitano tapete
con borlones de oro y flecos,


ante un sillón de respaldo
que entre bordado arabesco
los timbres de España ostenta
y el águila del Imperio,


de pie estaba Carlos Quinto
que en España era Primero,
con gallardo y noble talle,
con noble y tranquilo aspecto.


De brocado de oro y blanco
viste tabardo tudesco,
de rubias martas orlado,
y desabrochado y suelto,

dejando ver un justillo
de raso jalde, cubierto
con primorosos bordados
y costosos sobrepuestos,

y la excelsa y noble insignia
del Toisón de Oro pendiendo
de una preciosa cadena
en la mitad de su pecho.

Un birrete de velludo
con un blanco airón, sujeto
por un joyel de diamantes
y un antiguo camafeo

descubre por ambos lados,
tanta majestad cubriendo,
rubio, cual barba y bigote
bien atusado el cabello.

Apoyada en la cadera
la potente diestra ha puesto,
que aprieta dos guantes de ámbar
y un primoroso mosquero,

y con la siniestra halaga,
de un mastín muy corpulento,
blanco, y las orejas rubias,
el ancho y carnoso cuello.

Con el Condestable insigne,
apaciguador del reino,
de los pasados disturbios
acaso está discurriendo;


o del trato que dispone
con el rey de Francia, preso,
o de asuntos de Alemania,
agitada por Lutero,


cuando un tropel de caballos
oye venir, a lo lejos,
y ante el alcázar pararse,
quedando todo en silencio.


En la antecámara suena
rumor impensado luego,
ábrese al fin la mampara
y entra el de Borbón soberbio


con el semblante de azufre
y con los ojos de fuego,
bramando de ira y de rabia
que enfrena mal el respeto,


y con balbuciente lengua
y con mal borrado ceño,
acusa al de Benavente,
un desagravio pidiendo.


Del español Condestable
latió con orgullo el pecho,
ufano de la entereza
de su esclarecido deudo


y, aunque advertido procura
disimular cual discreto,
a su noble rostro asoman
la aprobación y el contento.


El Emperador un punto
quedó indeciso y suspenso,
sin saber qué responderle
al francés, de enojo ciego.


Y, aunque en su interior se goza
con el proceder violento
del conde de Benavente,
de altas esperanzas lleno


por tener tales vasallos,
de noble lealtad modelos,
y con los que el ancho mundo
será a sus glorias estrecho,


mucho al de Borbón le debe
y es fuerza satisfacerlo,
le ofrece para calmarlo
un desagravio completo.


Y llamando a un gentilhombre,
con el semblante severo
manda que el de Benavente
venga a su presencia presto.


III


Sostenido por sus pajes
desciende de su litera
el conde de Benavente
del alcázar a la puerta.


Era un viejo respetable,
cuerpo enjuto, cara seca,
con dos ojos como chispas,
cargados de largas cejas


y con semblante muy noble,
mas de gravedad tan seria,
que veneración de lejos
y miedo causa de cerca.


Eran su traje unas calzas
de púrpura de Valencia,
y de recamado ante
un coleto a la leonesa.


De fino lienzo gallego
los puños y la gorguera,
unos y otra guarnecidos
con randas barcelonesas.


Un birretón de velludo
con su cintillo de perlas,
y el gabán de paño verde
con alamares de seda.


Tan sólo de Calatrava
la insignia española lleva,
que el Toisón ha despreciado
por ser orden extranjera.


Con paso tardo, aunque firme,
sube por las escaleras
y, al verle, las alabardas
un golpe dan en la tierra,


golpe de honor y de aviso
de que en el alcázar entra
un grande, a quien se le debe
todo honor y reverencia.


Al llegar a la antesala,
los pajes que están en ella
con respeto le saludan
abriendo las anchas puertas.


Con grave paso entra el conde
sin que otro aviso preceda,
salones atravesando
hasta la cámara regia.


Pensativo está el monarca,
discurriendo cómo pueda
componer aquel disturbio
sin hacer a nadie ofensa.


Mucho al de Borbón le debe
aún mucho más de él espera,
y al de Benavente mucho
considerar le interesa.


Dilación no admite el caso,
no hay quien dar consejo pueda,
y Villalar y Pavía
a un tiempo se le recuerdan.


En el sillón asentado,
y el codo sobre la mesa,
al personaje recibe
que comedido se acerca.


Grave el Conde le saluda
con una rodilla en tierra,
mas como Grande del reino
sin descubrir la cabeza.


El Emperador, benigno,
que alce del suelo le ordena,
y la plática difícil
con sagacidad empieza.


Y entre severo y afable,
al cabo le manifiesta,
que es el que a Borbón aloje
voluntad suya resuelta.


Con respeto muy profundo,
pero con la voz entera,
respóndele Benavente
destocando la cabeza:


Soy, señor, vuestro vasallo,
vos sois mi rey en la Tierra,
a vos ordenar os cumple
de mi vida y de mi hacienda.


Vuestro soy, vuestra mi casa,
de mí disponed y de ella,
pero no toquéis mi honra
y respetad mi conciencia.


Mi casa Borbón ocupe
puesto que es voluntad vuestra,
contamine sus paredes,
sus blasones envilezca,


que a mí me sobra en Toledo
donde vivir, sin que tenga
que rozarme con traidores
cuyo solo aliento infesta.


Y en cuanto él deje mi casa,
antes de tornar yo a ella,
purificaré con fuego
sus paredes y sus puertas.


dijo el Conde, la real mano
besó, cubrió su cabeza,
y retiróse bajando
a do estaba su litera.


Y a casa de un su pariente
mandó que le condujeran,
abandonando la suya
con cuanto dentro se encierra.


Quedó absorto Carlos Quinto
de ver tan noble firmeza,
estimando la de España
más que la imperial diadema.


IV


Muy pocos días el Duque
hizo mansión en Toledo,
del noble Conde ocupando
los honrados aposentos.


Y la noche en que el palacio
dejó vacío, partiendo
con su séquito y sus pajes
orgulloso y satisfecho,


turbó la apacible Luna
un vapor blanco y espeso,
que de las altas techumbres
se iba elevando y creciendo.


A poco rato tornóse
en humo confuso y denso,
que en nubarrones oscuros
ofuscaba el claro cielo;


después en ardientes chispas,
y en un resplandor horrendo
que iluminaba los valles,
dando en el Tajo reflejos;


y al fin su furor mostrando
en embravecido incendio,
que devoraba altas torres
y derrumbaba altos techos.


Resonaron las campanas,
conmovióse todo el pueblo,
de Benavente el palacio
presa de las llamas viendo.


El Emperador confuso
corre a procurar remedio,
en atajar tanto daño
mostrando tenaz empeño.


En vano todo: tragóse
tantas riquezas el fuego,
a la lealtad castellana
levantando un monumento.


Aun hoy unos viejos muros
del humo y las llamas negros,
recuerdan acción tan grande
en la famosa Toledo.



Ángel de Saavedra, Duque de Rivas (Córdoba, 1791-1865) fué casi de todo: escritor, dramaturgo, poeta, pintor, político y llegó a ser alcalde de Madrid, ministro y Presidente del Gobierno.  

Es una de las figuras clave del romantcismo español, autor del famoso drama «Don Álvaro o la fuerza del sino». Tambien fué presidente de la Real Academia Española y del Ateneo de Madrid.

Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, pintado por Federico Madrazo en 1835

Publicado por Antonio F. Rodríguez.